Guerras médicas: 2.500 años del conflicto que cambió el mundo
Aunque es fácil sucumbir al simplismo de la lucha entre Oriente y Occidente y no fue tal, griegos y persas libraron un combate que originó en Europa algunos conceptos políticos fundamentales
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Cuando escuchamos hablar de «Guerras Médicas», asociamos tradicionalmente el conflicto con una determinante lucha en la que la victoria de unos pocos griegos frente a innumerables hordas procedentes del continente asiático impidió que la barbarie y la incivilidad se extendieran a través del Viejo Mundo. No es para menos. Ya la historiografía griega inmediatamente posterior a la conflagración se esforzó por presentar al invasor aqueménida como paradigma de los valores contrarios a la virtud, hombres imbuidos de arrogancia, soberbia y brutalidad. En definitiva, el persa, como individuo ajeno a la Hélade, era «bárbaro». Hay que admitir que estos planteamientos, propios de los autores griegos clásicos, han perdurado hasta nuestros días: en la misma línea se sitúan las últimas producciones audiovisuales (como la aclamada «300») que, fieles a la geoestrategia norteamericana imperante a comienzos de nuestro siglo, perfilan el acontecimiento de las Termópilas hasta convertirlo en el sacrificio de un puñado de espartanos de elevados ideales ante las acometidas de millones de guerreros de tez sospechosamente oscura, encolerizados y armados con poco más que aperos de labranza; todo ello para permitir a la cultura clásica helénica impregnar la idiosincrasia del mundo occidental en los siguientes milenios. Poco importa si, en realidad, estos hipotéticos defensores de la civilización practicaban desde siglos antes una brutal forma de esclavitud sobre sus vecinos subyugados.
Tolerancia y sabiduría persa
Pero seamos honestos. Aplicar el manido enfoque «Occidente vs. Oriente» para las Guerras Médicas supone pecar de un flagrante presentismo que solo puede obedecer a ciertas justificaciones o legitimaciones. Ambos son términos que delimitan claramente dos culturas o civilizaciones también centenarias, muy presentes en la actualidad, y separadas, precisamente, por el estrecho del Bósforo. En los albores de la Época Clásica, empero, ni el mundo helénico se restringía a lo que hoy conocemos como Estado griego –dado que la costa jonia de Asia Menor estaba salpicada de ciudades-estado de cultura griega, supeditadas ya al arbitrio del rey persa–, ni el Imperio aqueménida cesó su expansión en la frontera geográfica que hoy separa los dos continentes, como demuestra la conquista de la antigua región de Tracia y el avasallamiento del reino macedonio en los últimos años del siglo VI a C. Por otra parte, no todos los griegos se unieron para hacer frente al intruso –la simpatía de beocios o argivos por las costumbres y las políticas persas era evidente, por no hablar de los oráculos emanados del santuario de Delfos–, ni el Imperio de Darío o su hijo Jerjes representaba el atroz despotismo que Heródoto y los eruditos que le siguieron pretendían exteriorizar en sus escritos; al contrario, los bien instruidos soberanos aqueménidas eran conocidos por una inusitada tolerancia hacia las prácticas y las tradiciones de los pueblos que sometían. Quizá fuera esta la única manera de mantener unos dominios que se extendían desde Bizancio hasta el río Indo y desde las estepas ucranianas hasta la costa norteafricana. Sea como fuere, lo único que tenía este imperio de «oriental» era su procedencia con respecto al centro de gravedad de la antigua Grecia.
Aclarado este aspecto, es preciso volver la vista a nuestro tiempo y reparar en algunos de los derechos fundamentales más importantes del presente, aquellos que enarbolamos orgullosos cuando tratamos de formular la idoneidad de una sociedad. ¿Habría sobrevivido la democracia, tal y como la conocemos, de haber vencido el Imperio persa la contienda? Quizá. Sabemos que, después de aplastar la rebelión que las mencionadas ciudades helénicas de Asia Menor protagonizaron como preludio de las Guerras Médicas (en lo que la historiografía conoce como «sublevación jonia»), las autoridades aqueménidas permitieron la instauración de regímenes democráticos en estos centros como medida para evitar potenciales levantamientos en el futuro. Pero, aun así, es más probable que el progreso de la democracia como sistema político hubiera sufrido, cuando menos, un importante retroceso. A fin de cuentas, nada impediría al Rey de Reyes retirar tales privilegios a las ciudades griegas otrora sublevadas tan pronto como las aguas volvieran a su cauce, máxime de haberse concretado el triunfo sobre sus semejantes culturales. Además, aunque lo cierto es que el inicio de las hostilidades de la primera guerra médica responde a motivos estratégicos y diplomáticos propios de la política del imperio asiático y a las comunes fricciones con el mundo griego, la preconizada tolerancia persa pareció resquebrajarse, después de que los atenienses prestaran su apoyo a la citada revuelta jonia, para adquirir ciertos tintes revanchistas contra la que se considera cuna del régimen en cuestión. Prueba de ello es el respaldo a la causa aqueménida de Hipias, el anciano tirano de Atenas derrocado antes del advenimiento de la democracia en 506 a. C. –momento en que hubo de exiliarse en la corte de Darío–, cuyo consejo resultó crucial para el desembarco de las tropas persas en las playas de Maratón. Fue, asimismo, en el transcurso de esa batalla cuando el comandante persa Artafernes ordenó el reembarque de parte del ejército que dirigía, con la intención de rodear por mar el Ática e irrumpir en la misma Atenas, donde probablemente le esperaría expectante el sector filopersa de la ciudad, desafecto con el ordenamiento democrático y ansioso por celebrar el regreso de Hipias y la restitución de las prerrogativas aristocráticas. Sin embargo, finalmente, los hoplitas atenienses, ayudados por un pequeño cuadro plateense, se llevaron los laureles de la batalla y, mientras el rey Darío decidió poner fin al primer intento de invasión de la Grecia continental –en el marco de una campaña, por lo demás, bastante exitosa–, en Atenas el acontecimiento impulsó y fortaleció considerablemente una democracia joven que encontraba aún firme oposición entre la ciudadanía. Diez años después, durante la segunda guerra médica, la reducción a cenizas de la Acrópolis por parte de las tropas de Mardonio no dibujaba un futuro muy halagüeño para la democracia en caso de triunfo aqueménida. El asunto de una hipotética supervivencia de la democracia, en cualquier caso, no es más que historia-ficción, especulación.
Este verano se cumplen 2.500 años de la conclusión de un conflicto que nos define, pero que ha sido maltratado y corrompido por quienes lo han estimado conveniente. Las Guerras Médicas no constituyeron una lucha titánica entre dos potencias antagónicas, bien definidas, en aras de imponer su filosofía. Estudiar el conflicto greco-persa implica, más bien, comprender uno de los procesos que, por su evolución, permitieron el florecimiento de una tradición cuyo progreso, a través de las centurias, aportaría una inestimable contribución al acervo cultural de lo que hoy denominamos «Occidente», del carácter que descansa sobre algunos conceptos políticos fundamentales como la democracia, la noción de ciudadanía o la participación del ciudadano en el juego político de su patria. Son principios elementales de las naciones modernas, que han necesitado de una permanente revisión hasta su extensión al conjunto de la humanidad, pero de los que, en buena medida, disfrutamos merced a la actitud de Grecia frente a la invasión persa.