Buscar Iniciar sesión

El cobarde que decidió la suerte del general Custer

Se cumplen 145 años de la legendaria derrota del 7º de Caballería en la batalla de Little Bighorn a manos de los sioux
WikipediaWikipedia Commons
La Razón

Creada:

Última actualización:

Pocas derrotas han dejado una impronta tan fuerte en el imaginario norteamericano como la aniquilación del 7º de caballería en las colinas de Little Bighorn. Aquel 25 de junio de 1876, hace exactamente 145 años, quedaron tendidos en el campo de batalla 265 soldados y sus oficiales. Entre ellos estaba el general Custer y, según cuentan, dos de sus hermanos. Sus tropas fueron rodeadas por indómitos guerreros Sioux que, entre gritos de guerra, disparos y la certera puntería de sus arcos, acabaron con ellos. La valentía , la tenacidad y las muestras de coraje que dieron aquellos hombres acorralados, que solo dos días antes se mostraban ufanos y victoriosos, no sirvió de nada ante la avalancha de esos enfurecidos indios dispuestos a vengarse de los rostros pálidos.
Entre nubes de polvo, que resecaba sus gargantas, y el desorden de la batalla, el 7º de Caballería logró retroceder hasta una suave colina que despuntaba cerca de ellos. Parapetados detrás de sus monturas abatidas, intentaron sostener la posición y el orden con la esperanza de aguantar el tiempo necesario para que los socorriera alguna de las columnas cercanas. Pero perdieron las esperanzas enseguida. La munición comenzaba a escasear y cada vez eran menos hombres. Al final, sus uniformes azules, el orgullo de la nación y de un ejército confiado en sí mismo, terminaron desperdigados a lo largo de todo el terreno. Una imagen que quedaría para siempre en la imaginación de la joven nación. Sus cuerpos no recibieron la compasión esperada de los vencedores. Nadie lo haría en esta guerra. Fueron despojados de sus ropas, vejados y mutilados sin piedad. Les cortaron la cabellera, como ordenaba la tradición, les cercenaron los miembros del cuerpo y les castraron mientras sus cadáveres se pudrían desnudos bajo el sol. Del destacamento solo hubo un superviviente: un caballo bautizado con el nombre «Comanche», lo que no deja de tener cierta ironía.

El desastre

Pero, ¿qué sucedió? En realidad, el resultado debía haber sido justo el contrario. Custer contaba con todas las ventajas para haberse alzado con una aplastante victoria. Habían localizado con antelación el campamento indio y, como solía ser habitual en las tácticas militares de entonces, dividió sus tropas para rodear el asentamiento y cargar sobre él desde dos posiciones diferentes, en esta ocasión, el sur y el este (se aguardaba otro refuerzo que se sumaría por el norte y que nunca apareció). De esta manera esperaban sembrar la confusión, que se extendiera el miedo y poner en fuga a los hombres de Caballo Loco, que, contaba con un inconveniente: tenían que proteger a las mujeres y niños de su pueblo.
Custer procedió a dividir su regimiento para causar confusión y caos. Envió al capitán Benteen, con el que no mantenía una relación demasiado óptima, a una misión de reconocimiento por su flanco izquierdo para proteger su retaguardia una vez se iniciara la refriega (al menos esta es una de las versión que se ha dado, porque este movimiento aún está en entredicho y existen dudas sobre la idoneidad de esta táctica). Mientras, él se quedaría con dos batallones y apoyaría el ataque previsto desde el lado opuesto, que es donde se fraguaría el desastre.
Había encargado esta primera embestida al comandante Reno, una personalidad controvertida, que guardaba una petaca de whisky debajo de la casaca para sobrellevar los duros momentos que en ocasiones brindan los temores y la zozobra. Su avance sobre los nativos se convirtió en una suma de despropósitos dignos de recopilarse en un libro. Cuando distinguió delante de él las primeras tiendas del campamento indio, ordenó la carga con la supuesta indecisión que acompaña a las voluntades titubeantes y débiles. Cuando una bala reventó la cabeza de su explorador y sus seos se esparcieron salpicaron su cara, tuvo un mal presentimiento. Algunos también lo llaman cobardía. «¿Y si no los hemos sorprendido y nos están preparando una emboscada?», se preguntó. No aguardó a buscar una respuesta. Sin vacilar, detuvo el ataque, ordenó a sus tropas descabalgar y buscar refugio entre los árboles. De una manera chapucera, y casi indigna, inició un lento, desesperado y ridículo repliegue. Una decisión que descompuso sus fuerzas, arruinó la moral de sus combatientes, hundió en el desorden a sus subordinados y le costó a sus filas un alto número de bajas para satisfacción de los que ellos llamaban despectivamente como «los hostiles».

El final

El corolario de su acción, y el membrete que daba cuenta de qué pasta estaba hecho, llegó cuando gritó: «¡Quien quiera salvarse que me siga!». Bisonte Blanco diría más tarde sobre Reno: «El hombre que los mandaba debía estar loco o borracho. Tenía el poblado a su merced y podría habernos matado a todos o habernos arrojado a la pradera con lo puesto». Con su acción, en cambio, hizo todo lo contrario. Su retirada alentó a los guerreros indios que, animados por su rápida y contundente victoria en esta breve escaramuza, se concentraron sobre el general que los atacaba desde el otro extremo.
Solo hay que imaginar la escena. Custer con sus hombres resistiendo un torrente de más de un millar de Sioux a caballo, exultantes por su triunfo sobre Reno y dispuestos a entregar sus vidas para defender a sus familias. Su suerte se decidió cuando cayeron las posiciones donde había desplegado las compañías de Calhoun (cuya retirada se convirtió en una masacre a manos del enemigo) y Keogh (este acabó acorralado, con sus hombres peleando y muriendo espalda contra espalda alrededor de su oficial malherido). Todo se volvió entonces muy oscuro. Cedieron espacio poco a poco. Retrocedían por el paisaje buscando a cada paso un terreno que les ofreciera protección. Acabaron resistiendo en una ladera aislada, rodeados de guerreros que se deslizaban entre las zarzas y las rocas para clavarles un cuchillo. A las cinco de la tarde, apenas resistían en pie treinta soldados. Fueron los últimos en morir. Entonces, sin espera, una horda de indios descendió corriendo sobre ellos y los mataron. No dejaron a uno solo con vida. Todavía no eran las cinco de la tarde.
La leyenda dice que Custer fue de los últimos en caer. Pero hay quien afirma que, en realidad, fue herido en el pecho al inicio de la acción. Eso explicaría que nunca se retirara y, también, el vago comportamiento de sus compañías. Otros, en cambio, todavía sostienen que aguantó como uno más, junto a sus hombres, hasta que lo mataron. Su cadáver, según cuentan, apareció con una flecha clavada en sus partes más delicadas y blandas. Un mal final para un hombre que aspiró a todo, incluso a tener un gran puesto en Washington.