Crítica de “Titane”: heavy metal ★★★★☆
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Dirección y guion: Julia Ducournau. Intérpretes: Agathe Rousselle, Vincent Lindon, Garance Marillier, Bertrand Bonello. Francia, 2021. Duración: 108 minutos. Fantástico.
Hay en “Titane” una singular operación de desplazamiento. Alexia (magnética Agathe Rousselle), la chica que luce orgullosa una placa de titanio en la cabeza, parece la encarnación perfecta de las heroínas escarificadas de la literatura de Kathy Acker, la fantasía lúbrica del narcisismo masoquista de Bob Flanagan, una de las adictas a los metales cromados y a las carrocerías violentadas por el choque y la velocidad de “Crash”, la novela de J.G. Ballard, publicada dos décadas antes de que Cronenberg inventara la Nueva Carne. Es decir, Alexia pertenece a otra época, que imaginaba el género fluido y la comunión entre cuerpo humano y tecnología en clave distópica, como una anomalía del futuro. Sin embargo, Alexia vive en un presente difuso, cuando las teorías de Michel Foucault, Teresa De Lauretis y Donna Haraway se han hecho tan populares que han contaminado las guerras culturales y los discursos políticos de la contemporaneidad.
Alexia es un trozo de pasado que, como un programa de ordenador, se actualiza a medida que inicia su periplo por una realidad tan excéntrica como su propia existencia: es una Virgen María que pierde aceite. Su figura puede entenderse desde una lectura feminista, queer o, también, desde la más descarnada literalidad: es una psicópata que busca refugio, y lo encuentra en un disfraz que podría ser (o no) una metáfora sobre las identidades mercuriales de los cuerpos no binarios. Julia Ducournau lanza tantas ideas por minuto, y a veces de forma tan contradictoria, que la interpretación de las imágenes de “Titane” permanece abierta en canal, múltiple y paradójica. Es lo más estimulante de la película, y a la vez su punto débil: esa voraz dispersión hermenéutica amenaza con sepultar la potente emergencia de un discurso propio sobre la imagen y la identidad en tiempos mutantes.
Alexia y Vincent (portentoso Vincent Lindon), el bombero que la adopta en un bizarro y confuso juego de máscaras, son cuerpos aumentados que se hermanan en un deseo secreto. El cuerpo que muta -como mutaba en la ópera prima de Ducournau, la caníbal “Crudo”- para amarse, en una relación hermosísima que pone contra las cuerdas algunos de los tabús de la sociedad occidental -entre ellos, el incesto y el embarazo idealizado- aguantándole la mirada al cine de Claire Denis. Es en esta relación donde las ideas de Ducournau fluyen con mayor libertad, absolutamente ajenas a su inminente intelectualización, imágenes puras no solo en su capacidad de impacto -prepárense las sensibilidades frágiles- sino también en su extraña, personal belleza. Tal vez esa sea la mejor manera de rebelarse contra la hegemonía del heteropatriarcado: convertir lo contrahegemónico en una historia de amor.
Lo mejor
Su frankensteniana originalidad y su capacidad para romper tabúes con una contagiosa y sangrienta frescura.
Lo peor
Lanza tantas ideas y lecturas posibles que corre el riesgo de atascarse en sus propias elucubraciones.