El falso aquelarre político para salvar a las brujas
Inspiradas por autoras como Silvia Federici, las feministas de la Nueva Izquierda falsean la historia para reivindicar a las brujas como símbolos de paz y naturaleza frente a la «violencia patriarcal»
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Hace una década el feminismo marginal se puso a reivindicar a las brujas. La idea es que eran mujeres extraordinarias, de gran sabiduría, independientes y feministas, ecologistas porque estaban en comunión con la Naturaleza, contrarias al capitalismo, que se oponían al sistema patriarcal, y que por eso fueron asesinadas. La Historia, sostienen estas feministas, nos ha engañado con cuentos para niños. No eran seres malos y feos, envidiosos y vengativos, como los de Disney, sino todo lo contrario. Tampoco la caza de brujas era una cuestión de superchería, sino que fue un genocidio, una liquidación calculada y sistemática por parte de los hombres.
El llamado Movimiento de Liberación de la Mujer de la década de 1970, dentro de la Nueva Izquierda, reavivó el interés por las brujas. Era un modo de atacar las tradiciones, la cultura y la educación establecidas para imponer otro paradigma, el feminista, anticapitalista, tercermundista y ecologista. La lucha por la memoria de las brujas como mujeres rebeldes y víctimas, ninguneadas por la historia oficial, encajaba perfectamente con su relato victimista y revanchista.
Silvia Federici, marxista, profesora de filosofía en la Universidad Hofstra de Nueva York, es su escritora de cabecera. Publicó en 2004 el libro «Calibán y la bruja» que resume perfectamente el planteamiento reivindicativo. Su teoría es que la caza de brujas fue necesaria para la instalación del capitalismo. Había que encorsetar a la mujer, enseñarle a ser sumisa porque su papel en el paso del feudalismo al capitalismo era la procreación, el suministrar la masa de trabajadores que necesitaba la revolución industrial. La mujer libre sobraba, tenía que ser una fábrica de hijos y un ser sumiso al servicio del hombre. A las que no encajaban con ese perfil se las llamó brujas y se las liquidó. Fue, dice Federici, la matanza de las mujeres empoderadas, sabias e independientes; es decir, una especie de pogromo machista. De esta manera, este feminismo marxista usa a las brujas para vincular al varón con el capitalismo, impuesto a sangre y fuego, y a la mujer con la bondad y el respeto a la naturaleza. Es una dicotomía propia de los totalitarismos, en los que se perfilan colectivos antagónicos, con un solo modo de ser y pensar. En su planteamiento el individuo y la libertad de conciencia no existen porque la persona está determinada por la biología, la raza o la situación social.
Señalando a la Iglesia
Solo así se entiende la caza de brujas, como un «feminicidio», una «guerra contra las mujeres», un plan «coordinado para degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social», que era la sexualidad y la capacidad reproductiva. En las hogueras, concluye, «se forjaron los ideales burgueses de la feminidad y domesticidad». Esta interpretación de Federici es muy endeble, no solo por anacrónica, sino porque se aplica a procesos económicos y políticos dispares y no simultáneos. La consideración de que patriarcado y capitalismo son sinónimos es un reduccionismo ahistórico e intencionado.
Esto enlaza con el «feminismo del 99%» de Nancy Fraser, consistente en que la lucha feminista sirva para derribar el «neoliberalismo» y todo lo que comporta, como el racismo o el calentamiento global. Vendría a ser la liberación del ser humano y la salvación del Planeta gracias a las feministas anticapitalistas. El feminismo liberal, dice Fraser, ha fallado a la mujer porque solo se preocupa por «romper el techo de cristal», las cuotas y la equiparación salarial, cuando lo que hay que hacer es derribar el capitalismo. Es el mercado, dominado por el hombre, quien esclaviza a la mujer obligándola a trabajar y a parir constantemente. Los úteros, ha escrito Silvia Federici, «se transformaron en territorio político controlados por los hombres y el Estado». Había que parir para reproducir el sistema.
En cambio, las brujas practicaban el aborto, la anticoncepción y la pansexualidad, por lo que eran un obstáculo para el capitalismo, dice la escritora. La incipiente industria necesitaba un ejército de mano de obra, por lo que el aborto, el control de la natalidad o las relaciones no heterosexuales eran obstáculos. La modernidad, en definitiva, provocó el «feminicidio». En realidad es el viejo cuento roussoniano del estado natural y el origen de la desigualdad: la sociedad moderna ha desnaturalizado al ser humano, la propiedad ha creado ricos y pobres, explotados y explotadores, por lo que hay que derribar lo existente, reeducar a la gente, y restablecer la Edad de Oro precapitalista, feminista, y en conexión con la Naturaleza. La Iglesia -cómo no- jugó un papel decisivo, dice Federici, porque «temía a las mujeres». Por eso, dice la historiadora, la Iglesia ha humillado a la mujer, la atribuye el pecado original, y la causa de la perversión del hombre. Además, la Iglesia usurpa la feminidad haciendo que los sacerdotes adopten «la falda como vestimenta». Es lo que este progresismo llama «apropiación cultural», típica de la izquierda «woke», esa que se rasga las vestiduras si un blanco se disfraza de rey Baltasar.
Una historia selectiva
La interpretación histórica de este feminismo es corriente en el gremio de historiadores desde hace décadas. A su entender la Humanidad ya no se divide entre burgueses y proletarios, ricos y pobres, sino entre hombres y mujeres. En su mentalidad las mujeres han sustituido al proletariado como sujeto revolucionario. Es la consideración de la lucha de sexos como motor de la Historia, la perspectiva de género para examinar el pasado. Ahora bien, si negamos la existencia de dos colectivos históricos contrapuestos y defendemos la individualidad y la libertad, su «motor» se queda sin combustible. Por eso no hay que caer en su lenguaje colectivista. La reivindicación de las brujas tiene más de utilidad ideológica, para uso y disfrute con dinero público de las demandantes feministas, que de resarcimiento humanitario. Por ejemplo, estas personas preocupadas por «la mujer» como sujeto colectivo, son las mismas que pidieron un homenaje a Almudena Grandes, que en 2008 escribió sobre el «goce» de Sor Maravillas al ser violada por una «patrulla de milicianos jóvenes, armados y -¡mmm!- sudorosos». Tampoco esas feministas tienen un recuerdo para las catorce monjas de la Orden de la Inmaculada Concepción asesinadas por izquierdistas en 1936, y que fueron beatificadas por el papa Francisco, el mismo que ha visitado Yolanda Díaz.
Es un negocio más de la izquierda caviar, que usa la cultura de la cancelación para hacer caja. Se aprovechan de la moda, y sueltan cosas como «¡Somos las nietas de las brujas que no pudiste quemar!». Por ejemplo, dos centenares de intelectuales y artistas feministas firmaron un manifiesto en 2019 titulado «Brujas de todos los países ¡uníos!». Entre ellas está la autora de «Monólogos de la Vagina». En el texto -los izquierdistas no pueden vivir sin firmar un manifiesto-, se dice que son brujas orgullosas, herederas de aquellas mujeres perseguidas por ser fuertes e independientes, por combatir el patriarcado. Las inventan como símbolo de «una de las luchas más largas y difíciles de la humanidad».
En la reivindicación de las brujas como portadoras de una curación alternativa hay también un desprecio a la industria farmacéutica y a la medicina actuales, a las que ven como engranajes del capitalismo patriarcal. En este mismo sentido, estas feministas han iniciado un movimiento contra la obstetricia y la ginecología al considerarlas «violencia contra las mujeres». Es así como establecen un vínculo entre esa «santificación laica» de las brujas y la creencia en la capacidad sanadora del reiki o la homeopatía, o en el poder de los amuletos o la limpieza del aura. Es decir; que si la ciencia no encaja en la ideología, peor para la ciencia. Y si hay que reescribir ideológicamente la Historia para que nos subvencionen, pues se hace.