¡William, cállate!
La lectura literal de las obras de arte produce monstruos
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La lectura literal de las obras de arte produce monstruos. Y si hay un arte refractario a esta literalidad es el teatro, que hace de la contemplación de la complejidad humana una gozosa experiencia donde se aúnan la emoción y el intelecto. En este distinguido ágora se cuestionan las voces unívocas y se dejan oír las de los otros, incluso las de los adversarios, como sucede en «Los Persas», protagonizada por los acérrimos enemigos de la polis ateniense. ¿Habría algún espectador excombatiente de las recientes guerras médicas que exigiera la cancelación de la tragedia de Esquilo? Lo dudo. El teatro nació (junto a la democracia) cuando se introdujo en las celebraciones de cohesión grupal un elemento que relativizaba el fervor tribal: la razón.
Hoy, sin embargo, Atenea, la diosa de la sabiduría y la civilización está siendo expulsada de los escenarios por el sentimiento identitario de colectivos autoproclamados oprimidos, especialmente, por razones de género, raza o de pertenencia territorial. Desahuciada la capacidad de recibir con «normalidad» voces contrarias, se propaga el virus de la cancelación revestido de tolerancia selectiva; se juzga sumariamente al pasado para condenarlo retrospectivamente por las ofensas causadas. Unas ofensas que perduran y a las que no se renuncia porque son precisamente ellas las que conforman una identidad. Este censor de nuevo cuño pretende reinventar una «paidea» que refute la Historia escrita por una casta de privilegiados sojuzgadores de minorías: el macrorrelato de una hegemonía cultural (Gramsci) que comprende la mayor parte de las obras artísticas del pasado que ahora reclaman ser leídas críticamente con las gafas críticas de la Nueva Justicia Social.
El mecanismo de esta restitución se activa despojando al sujeto de su singularidad individual para adscribirlo a un determinado grupo. Así, Shylock, el mercader de Venecia, sería un emblema del judaísmo antes que un mero negociante empeñado en hacer valer los acuerdos contractuales. Shakespeare, en este sentido es uno de los autores peor parados en estos severos «interrogatorios»: Otelo, el moro feminicida; Petruchio, el domador de la fiera Catalina; Ricardo III, el villano de cuerpo no normativo… Todos devenidos en símbolo de éste o aquel colectivo damnificado por la cultura europea heteropatriarcal.
De seguir esta lógica (valga el oxímoron), pronto ninguna obra del repertorio pasará la prueba de la corrección política. Acaso solo Medea, la extranjera que asesina a sus hijos en desagravio por los ultrajes de Jasón, ese señoro.