El Endurance, el barco de Shackleton, surge del fondo de la Antártida
Una expedición encuentra al fin la mítica embarcación, que se hundió en medio del hielo en 1915 y estaba posada a tres mil metros de profundidad
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Partió del puerto Plymouth el mismo día que en Europa comenzaba la contienda de la Primera Guerra Mundial, el 9 de agosto de 1914. Era una nave de quilla dura y armazón reforzado, de 43, 9 metros de eslora y 7,6 metros de manga. Una fragata fiable, leal, fácil de llevar y muy navegable, de tres palos y motor de vapor, capacidad para una marinería de 28 hombres, que arrastraba 350 toneladas y alcanzaba una velocidad máxima de 10,2 nudos. El día de su botadura, el Endurance, que al principio recibió el nombre de Polaris, gozaba ya de una merecida fama de embarcación resistente, muy adecuada para soportar los rigores del frío, el castigo del hielo y aguantar la presión de las placas antárticas. De línea elegante y color negro, se diseñó con la pretensión inicial de servir de barco de recreo para los turistas (el turismo ya había despegado con sobresaliente éxito a lo largo del siglo XIX) que deseaban conocer latitudes polares y contemplar los osos que poblaban esos territorios. Pero, en un cambio drástico de su futuro, Shackleton lo adquirió. Por sorpresa y pagando la cantidad de 11.600 libras para acometer un viaje que comunicó con un anuncio que merece un hueco en la historia de la publicidad por su claridad, eficiencia comunicativa y capacidad de condensación: «Se buscan hombres para un viaje peligroso. Paga reducida. Frío intenso. Largos meses en la más completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. En caso de éxito, se recibirán honores y reconocimiento». Toda una invitación a la aventura. Quién se podía resistir.
En esa empresa, que recibió el atractivo nombre de «Expedición Imperial Transantártica», se fraguaría la fama del aventurero y la leyenda de su barco, hoy mítico. El primero acabó protagonizando una de las historias de supervivencia más increíbles de todos los tiempos y el segundo, coparía durante décadas la imaginación de navegantes, exploradores, lectores y amantes del mundo náutico por su dramática muerte en el mar de Weddell el 27 de octubre de 1915, cuando su casco, robusto y sólido, cedió por fin a la presión y se hundió, igual que en una fantasía del artista Caspar David Friedrich, entre placas de hielo.
La misión Endurance22, que partió de Sudáfrica a bordo del rompehielos SA Aguihas II, ha encontrado hace dos semanas, coincidiendo con el centenario del fallecimiento de Shackleton, los restos de ese naufragio a 3.000 metros de profundidad y cuatro millas al sur de la última posición que anotó Frank Worsley, su capitán. Como demuestran las fotografías que se han tomado, su estado de conservación es portentoso, casi admirable. Se debe, sobre todo, a la falta de organismos que pueden corroer los materiales del casco. El motivo son las bajas temperaturas que predominan en la zona. Este hallazgo es, con toda probabilidad, uno de los más importantes y sobresalientes de los últimos años. El Endurance está teñido de ecos y resonancias para todos nosotros. Apelan a uno de los instintos más arraigados y profundos de los seres humanos: el afán de ir más allá, de adquirir conocimientos y afrontar los reveses y riesgos que eso presupone.
La despedida
Es curioso que el mismo día que la expedición de Shackleton abandonó la seguridad que proporcionaba este barco y emprendía a pie una ruta que nadie sabía con certeza hacia dónde los conduciría, ninguno de esos expedicionarios expresó temor o miedo. Las notas, testimonios y declaraciones de la tripulación solo revelan la enorme tristeza que sintieron al dejar atrás a ese noble compañero que los había protegido del frío y que, en esa fatídica jornada, emitía su último aliento a la lorquiana hora de las cinco de la tarde. «Es difícil escribir lo que siento. Para un marino, su barco es más que un hogar flotante. Ahora, crujiendo y temblando, su madera se rompe, sus heridas se abren y va abandonando lentamente la vida en el comienzo mismo de su carrera», recogió Shackleton en su diario. «Todo ha sucedido demasiado de prisa para que tengamos tiempo de lamentarnos. Esto queda para el futuro», consignó el geólogo James Wordie.
Desde el hielo, los expedicionarios, al lado de los pertrechos que habían salvado y los perros que los acompañaban, asistieron mudos al hundimiento. Desde hacía horas, el Endurance soportaba toneladas de presión. La temperatura era de veintidós grados y medio bajo cero. Las bombas no achicaban el agua que iba entrando, la popa, empujada por el hielo, se elevó de repente y un enorme crujido resonó en medio del silencio. Eran las cuatro y media. Todo estaba perdido. Las bodegas comenzaron a inundarse y las cubiertas se hundían lentamente.
Existe un pequeño detalle, una mera casualidad, pero que en la mirada de cualquier hombre dotado de corazón supone mucho más, un guiño, una señal, un signo que casi proviene del más allá y al que no merece la pena buscar razón alguna. Shackleton, el último en descender, plantó una bandera azul frente a sus hermanos de fatigas. Juntos, gritaron tres hurras para despedir al Endurance. Cuando terminaron su homenaje, sintieron que la embarcación respondía a su saludo. «Por un cruel accidente, la lámpara de emergencia del barco se encendió y, al interrumpirse su circuito de manera intermitente, a todos ellos les pareció que el Endurance les daba un triste, vacilante y definitivo adiós», escribe Caroline Alexander en «Atrapados en el hielo» (Planeta). A partir de ahí para Shackleton y sus hombres comenzaba otra proeza. Más de cien años después termina la del Endurance, cuando, por fin, los arqueólogos han rescatado su nombre de las profundidades.