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Ray Liotta, muerte de uno de los nuestros

El actor de “Uno de los nuestros” y “Algo Salvaje” fallecía a los 67 años, tras una carrera marcada por sus papeles de mafioso y corrupto
La Razón
  • Matías G. Rebolledo

    Matías G. Rebolledo

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Desde que tuvo uso de razón siempre quiso ser actor. Los profundos ojos verdes de Ray Liotta, que se apagaban a los 67 años y en la República Dominicana, donde estaba rodando una nueva película, no solo encerraron la vibra animal en la que se fijó Martin Scorsese para que protagonizara «Uno de los nuestros» (1990), sino que también capitalizaban lo iracundo de un intérprete voraz, adicto a las líneas más agresivas y capaz de convertir cualquier susurro en maximalista exclamación con apenas un aspaviento y alguna que otra sonrisa canalla.
Liotta, que nació en esa misma Nueva Jersey que tantas veces habitó en la ficción, bien como mafioso bien como policía corrupto, se crio entre soldados que volvían de una guerra para marcharse a otra y colegas de juventud hechos coladero por la familia de turno al mando del hampa. Por eso, apenas pudo hizo las maletas y se marchó a sudar a Miami, donde se graduó en interpretación y donde, sorprendentemente, descubrió una pasión por los musicales de la que apenas dejó rastro en su carrera cinematográfica. De hecho, ni siquiera tenía planteado debutar en la gran pantalla cuando en 1983 le ofrecieron la oportunidad a cambio de renunciar a las telenovelas, donde su belleza juvenil le había granjeado lo más parecido a un contrato fijo que podía encontrar entonces un actor sin apenas caché. Así, en «The Lonely Lady», el inglés Peter Sasdy no solo le puso por primera vez en una pantalla grande, sino que supo explotar un erotismo brutalista, hegemónico del macho italo-americano como estereotipo, que ya le acompañaría toda su carrera.
A este lado de la ley
Así fue como un Jonathan Demme cansado de dirigir los videoclips de Talking Heads contó con él para tratar de dibujar un nuevo «star-system» y le sumó a esa postal de hombreras y entonces alocada «Algo salvaje» (1986), compartiendo cartel con unos igual de novatos Jeff Daniels y Melanie Griffith. Ese mismo año, Scorsese andaba rodando «El color del dinero», y entre tapetes verdes pudo leer «Wiseguy», la novela de Nicholas Pileggi basada en la vida del «capo» Henry Hill que alguien de la Warner le había hecho llegar inteligentemente. Casualidad o no, recordaba el bueno de «Marty» en una entrevista de 1996, en la misma llamada en la que Robert deNiro aceptó ser Conway, que hablaron de ese chaval de Jersey que tan bien ponía cara de psicópata desesperado en la película de Demme. «Si volvía a hacer una película de mafía, tenía que ser con un rostro fresco», dijo. El resto, entre canciones de Tony Bennett, tiros en la nuca y monólogos internos, es ya historia del cine.
Tal y como el imaginario popular no pudo librarse jamás de las imágenes de un empresario corrupto detenido en las pantuflas de su hogar, Liotta jamás logró ni quiso sacarse de encima el traje de psicópata organizado, dando vida a una multitud de anti-héroes que saltaban a la comba con la ley: «Narc», «Cop Land», «John Q» o «La línea» son, quizá, buenos ejemplos. Después de unos años donde le perdimos el rastro mediático, entre cameos televisivos y su relación con Jacy Nittolo -con la que estaba comprometido en el momento de su fallecimiento-, Liotta volvía a estar de actualidad, apareciendo como abogado sin escrúpulos en «Marriage Story» y una vez más como sindicalista del crimen en «Santos criminales», la precuela de la inconmensurable serie «Los Soprano» en la que hacía de «Hollywood Dick» Moltisanti. Ese último recuerdo, el de la llama esmeralda que jamás vio herida en el orgullo de Newark, es quizá el mejor legado de un actor que consiguió desdibujar cualquier línea con la ficción y que, según contó, llegó a recibir una cabeza de caballo con remitente de Nancy Sinatra cuando se negó, en primera instancia, a interpretar a su padre en televisión.