Crítica de “Minions: el origen del Gru”: vuelve la animación epiléptica ★★
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Dirección: Kyle Balda, Brad Ableson y Jonathan del Val. Guion: Brian Lynch y Matthew Foge. Voces originales: Steve Carell, Pierre Coffin, Taraji P. Henson, Michelle Yeoh. USA, 2022. Duración: 87 minutos. Animación.
Cuando, en los créditos de “Minions: El origen de Gru”, parodia de los títulos de Maurice Binder para las películas de James Bond, suena una versión de la mítica “Bang Bang (My Baby Shot Me Down)”, uno se pregunta para quién están haciendo animación los grandes estudios. ¿Para niños de parvulario que hayan visto “Kill Bill”? ¿Para fans de Tarantino, Cher y/o Nancy Sinatra, obligados por las vacaciones estivales a ver la enésima precuela que coloca la nostalgia por los tiempos pasados en primer plano? Es cierto que la intertextualidad es uno de los documentos nacionales de identidad de la saga de los Minions, pero, en este caso, en el que el humor de esas cápsulas amarillas adictas a la anarquía se dispara en forma de gags atómicos, de apenas un segundo de duración, poniendo a prueba la persistencia retiniana de niños y adultos, sublimando a la vez la infantilización de sus bromas, uno sigue preguntándose por el porqué de la cita a “Tiburón” o del guiño al cine de acción hongkonés al elegir a Michelle Yeoh como voz original de la entrenadora de kung-fu de los Minions.
Aquí se trata de viajar a la época en que Gru medía lo mismo que un Minion. En ese regreso a la infancia, dominada por un solo deseo (ser un supervillano), Gru comparte protagonismo con cuatro Minions, mascotas gamberras y atolondradas que le alejarán de su sueño -perdiendo una joya zodiacal, anhelada por los malvados Seis Salvajes y su expulsado miembro fundador- para luego servirle de pasaporte para lograrlo. Ambientada en 1976, la película evoca de manera errática la era ‘disco’ desde un cromatismo epiléptico, que, paradójicamente, homogeneiza selvas exóticas, barrios residenciales y barrios de San Francisco, restándole matices y volúmenes a la animación.
Estamos lejos, por ejemplo, del uso del color en “Coco” o “Encanto”, o incluso en “Trolls”, donde lo lisérgico siempre servía para definir la identidad de un universo. El imaginario de “Minions: El viaje de Gru” no tiene identidad, como no la tienen sus descafeinados secundarios. Solo Otto, el Minion torpe y charlatán, parece aspirar a una personalidad propia, alimentada en ese esperanto alienígena que Pierre Coffin, alma mater de la saga y sagaz doblador, se inventa con especial salero. La trama de la película se dispara en tres direcciones que, alternándose, pretenden maquillar su falta de sustancia argumental. Una cosa es que la sustancia de los Minions, su espíritu sagrado, sea el caos, la anarquía. Otra que esa anarquía de jardín de infancia choque con el síndrome de déficit de atención de un modo de narrar que parece ‘swipear’ planos, gags, gestos, exclamaciones, como si en realidad la pantalla de cine fuera otra pantalla, más pequeña que cualquier dibujo animado.
Lo mejor
Otto es el único Minion capaz de animar la función con sus trastadas.
Lo peor
Imposible digerir su animación atropellada y epiléptica.