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30 años sin Camarón de la Isla, eterno potro de rabia y miel

Coincidiendo con el aniversario de su muerte, rememoramos el recorrido por las calles de San Fernando que hizo LA RAZÓN justo cuando se cumplieron 25 años de la desaparición trágica de un maestro inconmensurable que aseguraba “haber pasado más hambre que un caracol pegado a un espejo”
San Fernando, la isla natal de Camarón, no ha dejado de ser un sagrado lugar de peregrinaje para devotos del maestro
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Los orígenes de José Monge, Camarón, fueron de una extrema humildad, coincidiendo con el texto originario de tantos mesías. A la muerte del herrero, sin nadie que pudiera asumir la labor en la fragua, su madre comenzó a trabajar limpiando el Café 45, situado al otro extremo del eje de la calle Real que une la barriada del Carmen, donde estaba el pesebre del cantaor, con el Ayuntamiento de la Isla de León. El recorrido de esa línea recta está lleno de hitos en la biografía de Camarón. Su alfa y su omega, desde la iglesia de San Francisco, donde fue bautizado, hasta la del Carmen, donde le dieron sepultura hace ahora treinta años. Fue morir el mito y nacer la divinidad.
La casa natal de Camarón, el solar que en tiempos formó parte de la cava gitana de San Fernando, apenas conserva hoy una palangana y un espejo del hogar de los Monge Cruz. Quizá fuera ése el ajuar heredado. «Esto era una miseria», observa Rosa, una vecina de la barriada del Carmen que brujulea fisgando entre las ventanas del edificio. «La familia de José era muy pobre, como las de los gitanos de este barrio. Vivían en una casa de vecinos, tenían dos habitaciones y solo había una cama para dormir», explica esta mujer de 71 años que no le quita ojo al movimiento que hay hoy en la casa-museo de su vecino más célebre. «Cuando vienen los políticos hacen mucho ruido y una no puede volver a conciliar el sueño», se queja mientras observa en la distancia el movimiento de cámaras, invitados y periodistas.
Camarón dijo una vez que había pasado más hambre que un caracol pegado a un espejo. El espejo que existe en su casa natal refleja ahora la recreación de un hogar tradicional de San Fernando que poco o nada tiene que ver con el patio de vecinos que acogía entonces a varias familias gitanas. El nacimiento y muerte es una moneda de dos caras en el relato de todo mito. «Camarón y sus hermanos dormían en la misma cama que su madre y su padre, el herrero. Un día se despertaron pero su padre no lo hizo. Se había muerto durante la noche después de un largo ronquido», rememora Rosa antes de persignarse.

Espejos de sol y sal

Al margen de su vasto legado inmaterial, de los relatos proféticos y de las hazañas semidivinas, apenas quedan paisajes del periodo infantil de Camarón en su isla. El puente del Suazo y las salinas (esos “espejos de sol y sal donde se duermen los barcos” que cantaba en “Bahía de Cádiz”), pero con seguridad los caños, donde solía bañarse junto a la colonia de camarones que habitaban la zona. «Ésa era la verdadera libertad», refiere Enrique Montiel, biógrafo y coetáneo del cantaor, quien fue testigo directo de sus andanzas infantiles. También recuerda Montiel sus primeros cantes. Y, naturalmente, sus trajes recién estrenados con los que paseaba coqueto por el pueblo. «Iba siempre tan emperchado...», señala. El hambriento caracol había llegado al fin al borde del espejo y se escapó de él para mirarse, al fin, ufano y triunfador.
En la tienda de confecciones de la calle Real lo recuerdan como un hombre elegante y atento siempre a la novedad. A comienzos de los años ochenta Camarón era ya una figura del flamenco. Y, sobre todo, ganaba el dinero que nunca necesitó. Entonces vivía en La Línea, con su mujer, Chispa, sus dos niños y sus dos niñas, pero no dejaba de darse ocasionales paseos por su Isla natal. «Conocerlo y admirarlo solo lo hacían los de su barrio. Para el resto de la gente era ese cantante moderno y extravagante que salía a veces por la televisión», explica Javier frente al escaparate del negocio de ropa. En su camiseta aparece una imagen de la escultura que preside la tumba del cantaor, modelada por el hijo del tendero. De otro modo no puede figurar la cara de Camarón. Es la norma. Durante sus últimos años de vida, Camarón pudo ver a niños vestidos con su cara, con las portadas de sus discos, como si fuera un Messi o un Cristiano Ronaldo de hoy. «Camarón habría preferido a Messi», revela Javier. «Una vez lo invitó al Santiago Bernabéu un amigo que hacía la mili en Madrid. Los dos eran del Barcelona y lo demostraron con una pillería, haciendo de vientre en un rincón cualquiera del estadio».
El artista pasó de ser una figura anónima a un profeta en su tierra. A su muerte, el hombre se hizo verbo mediante el cante. En este caso, los símiles religiosos son cualquier cosa menos exageración. Que el barrio donde está la peña flamenca de Camarón se llame Sacramento podría ser fruto de la casualidad. Un vecino guía al forastero, casi sin pronunciar su nombre, al santuario del cante «camaroniano». Hay respeto y hay devoción. «Cuando Paco de Lucía lo conoció de verdad, pensó que se le había aparecido el Mesías», aclara Montiel. Los parroquianos hablan de su extraordinario oído, del troceado de las sílabas, de la cajita de música de su garganta. «Tres paquetes de Winston diarios hicieron mella. Al final su cante era diferente, había ido adaptándose», explica el biógrafo. Camarón, inspiración ultraterrenal mediante, era capaz de convertir el sándalo ceremonial en una mata serrana, el nirvana budista en un manojo vendido por los caminos.
En una carretera se le apareció Camarón a Miguel una mañana, muy tempranito. Hoy ha venido al cementerio como un feligrés a rezarle las oraciones convenidas. «Yo sé que ha hecho mucho por mucha gente, por gente que ha metido su foto en la túnica del Nazareno un Jueves Santo, pero a mí me salvó a la hija», cuenta Miguel frente a un Camarón hecho escultura en su panteón y rodeado de una viva floresta. Le da bochorno confesarlo, pero es que a Miguel se le presentó una vez Camarón cuando iba en coche de camino al trabajo.
El cantaor había muerto unos días atrás. «De pronto estaba sentado donde el copiloto y me avisó de la niña», explica Miguel, quien dio media vuelta y se dirigió de regreso a casa a doscientos por hora. Había dejado abierto al gas. Sugestión o realidad, desde entonces viene Miguel a visitar su tumba como promesa. Y a la niña, hoy joven estudiante de máster en la Universidad de Cádiz, le pusieron Josefa por él. Con Camarón puede aprenderse un modo de vivir, sostiene Miguel, ejemplo del alcance entre los suyos de la figura del cantaor, una deidad rediviva en el presente. Este seguidor de don José Monge Cruz se queda con una imagen. «Era su ternura, su mirada, esa misma que se ve en la película de Carlos Saura, lo último que dejó registrado en un multipistas». El mundo de lo sensible se le ha quedado pequeño a Camarón.