El Uoho
Iñaki “Uoho” Antón es alguien capaz de transformar un torpe silbido en una sinfonía
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En todas las disciplinas artísticas existe una sagrada y minoritaria estirpe para la que el único estímulo posible es la creación en sí misma. Quienes pertenecen a ella se niegan a formar parte de la feria de las vanidades y a consumir la droga entontecedora del postureo, de la pose que hoy día muscula y determina el mercado del arte y el espectáculo, tan inflado de vacuidad, y se aferran a la tabla de salvación del talento, esa rareza. Porque el talento es esa cuarta hoja que hace que un trébol se distinga del resto de su especie. Ese relámpago cegador que se rebela contra la dictadura de la noche cerrada. O esa guitarra que, como en aquel poema de Borges, te puede matar. Al igual que la belleza y el horror, produce una reacción instantánea en quien lo percibe. Cuando estás frente a él sabes lo que es, inequívocamente, y también que es excepcional, una anomalía que te deja clavado en el sitio.
Abundan los creadores cuya popularidad excede sus dones, pero tan sólo un puñado de elegidos posee ese preciado gen que no se obtiene con dinero y que suele guardar parentesco con el prestigio. Y en esa categoría entra Iñaki «Uoho» Antón, que no es un simple músico sino alguien capaz de transformar un torpe silbido en una sinfonía. Ya lo hacía en Extremoduro: cuando Roberto Iniesta recibía un chispazo de inspiración y soñaba una cabaña, le mostraba ese germen a Iñaki y este se encerraba con él en su laboratorio y, en vez de la cabaña imaginada, le entregaba un palacio entero. Hasta el punto de que una buena parte de las mejores canciones de ese grupo, clásicos populares, jamás habrían alcanzado semejante estatura sin su genio y sensibilidad musical. Sin el arreón de su mirada hondísima.
Ejemplo nítido del artista de incontestable valía y relativa popularidad, Iñaki se ha mantenido siempre en un punto equidistante entre la vanguardia y la retaguardia, y ha dejado que fueran otros –Fito Cabrales, Robe– los que recibieran el masaje de luz de los focos, tan placentero como falaz. Pero ahora ha dado un guitarrazo en la mesa y ha puesto toda su sabiduría y alma en Uoho, una banda de rock clásico que lleva por nombre su alias, y cuya sola aspiración es la de hacer volar al público con unas canciones que no van a sonar nunca en esas radiofórmulas moñas que se empeñan en tratar a los oyentes como a deficientes mentales.
Sentenció Zola que el arte es la vida vista a través de un temperamento, y qué poco me cuesta reconocer en esa frase la figura del Uoho, que cuando compone o pisa un escenario se transmuta en un gigante. Cuando parecía que en España el rock había muerto, aplastado por un pop monocorde, falto de imaginación, inane, aparece el Uoho con sus riffs contagiosos y sus punteos diabólicos y nos alegra el día. Y la noche. Qué gran noticia. Qué subidón. Vamos, Iñaki, dale. Ha llegado el momento de salir a la luz abrasadora de la primera línea y reivindicarse.