Sabino Arana y las “traiciones” a la raza
El controvertido legado del político vasco, hoy venerado desde la ignominia por formaciones como el PNV, pasa por la homofobia y el racismo de sus teorías, contrarias a los «maquetos»
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No sé si Sabino Arana era más traidor que racista, más homófobo que loco. Es difícil quedarse con uno de estos adjetivos cuando se lee su biografía. También resulta complicado comprender la santificación del personaje que ha llevado a cabo el PNV y la asunción de su ideario sin una revisión expresa a fondo. Si Sabino Arana resucitara un rato, solo unos minutos, y leyera el programa del PNV los llamaría “maketos afeminados”, “viciosos” y “traidores a la raza”. Bueno, aunque la corrección política no se atreve a pasar por la vida y obra de Sabino Arana, nosotros sí.
El menor de los Arana, nacido en 1865, era contrario a la industrialización de las provincias vascas. El motivo no era cuidar el medio ambiente, el paisaje, o evitar la contaminación. Ni mucho menos. El motivo era que esa economía llevaba a tierras vascas a trabajadores del resto de España, y eso “contaminaba” la comunidad vasca homogénea.
Lo del multiculturalismo o el “melting pot” como que no, y mucho menos la mezcla racial. Cada especie en su hábitat, con sus costumbres, sin coyundas antinaturales. Los maquetos que iban a trabajar más arriba del Ebro llevaban sus costumbres y lengua, sus vestimentas e ideas, y eso era intolerable. Si Sabino Arana supiera que casi 90.000 musulmanes viven hoy en el País Vasco, con 26 mezquitas, y que los delanteros del Athletic son negros, no sé lo que haría.
Es muy difícil que estas personas, aunque hayan nacido en Euskadi, tengan ocho apellidos vascos. Sabino Arana estaba obsesionado con la pureza racial, como si fuera un ganadero. Estaba en el darwinismo y en la eugenesia de la época, las mismas sobre las que plantó su racismo el nacionalsocialismo. Para Arana si no tenía los ocho títulos hereditarios, ya podía haber nacido bajo el árbol de Guernica que no era vasco.
El euskaldun era la raza originaria de la Humanidad, decía Arana como si fuera madame Blavatsky; ya saben, la ocultista y sofista rusa que, gracias a una revelación onírica, detalló en “La doctrina secreta” (1888) las siete razas primigenias que habitaron el planeta. El idioma vasco era según Arana una de las lenguas de la Torre de Babel. En realidad, dijo, el euskera era obra de Dios y era tarea del cristiano reconstruirlo y conservarlo. A ver, lo explico: los vascos llegaron al norte ibérico huyendo del Diluvio Universal. Al sobrevivir, por recios, fueron el origen de todas las lenguas posteriores.
¿Y el resto de pueblos? Sucedáneos pues, malas copias, como la diferencia entre lo que compras en la web y lo que recibes de Aliexpress. Por eso el español era afeminado, “como los toreros”, escribió, y sucio; de hecho, apuntó, “el español apenas se lava una vez en su vida y se muda una vez al año”. Imagino que Tezanos tendrá estadísticas sobre estas costumbres en la actualidad. Yo las desconozco.
Para Sabino, que hoy sería tachado de “machirulo”, el hombre vasco era viril, fornido y culto por naturaleza. Sin más. El macho tenía su función y papel superior, mientras que la mujer ocupaba su posición: el hogar. Por eso buscó una esposa como uno busca un coche: que sea de marca conocida, gaste poco y funcione bien.
Sagasta, que presidía un gobierno liberal, muy alejado del conservadurismo racista del PNV, se encontró que Sabino Arana, español, había escrito un telegrama al presidente norteamericano Theodore Roosevelt. Le felicitaba por haber concedido la independencia a Cuba. Era el 26 de mayo de 1902 y aquello sonaba a traición a la patria, a insulto y desprecio. España no estaba para bromas por aquellas fechas, cuando se encontraba en plena negociación con las potencias europeas sobre la suerte de Marruecos.
Arana fue a la cárcel. El telegrama fue entregado al vicecónsul norteamericano por Luis Arana, hermanísimo del padre del nacionalismo vasco. Sabino fue procesado y condenado el 30 de mayo de 1902.
Entre rejas escribió varias cosas. La primera fue una carta a su mujer: “Yo sólo quería que en los Estados Unidos y en Inglaterra se supiese que los vascos queremos la independencia”. Luego, en junio, dijo que quería “la independencia de Euzkadi, bajo la protección de Inglaterra”. Y un mes después, en un giro inesperado de la trama, se declaró españolista. Aquello se vio como otra traición, en este caso al nacionalismo vasco. En 1902 llegó así su “evolución españolista”. Abandonó el independentismo y propuso conseguir la autonomía más radical posible, por supuesto, pero sin romper con España. Murió al año siguiente, con tan solo 38 años.