Buscar Iniciar sesión
Sección patrocinada por

Adiós a un coloso intelectual, Dalmacio Negro Pavón

Se ha liberado de las aflicciones de este mundo; y al tiempo, este valle se llena con más lágrimas de todos los que le trataron en vida
Adiós a un coloso intelectual, Dalmacio Negro Pavón
Imagen del pensador Dalmacio Negro Pavón (1931-2024)Canal Hispanidad
José María Sánchez

Creada:

Última actualización:

Al cumplir venerables 93 años, se ha liberado Dalmacio Negro de las aflicciones de este mundo. Mas, al tiempo, este valle se llena con más lágrimas de su mujer, hijos y nietos –a quienes me uno en su sentimiento– y de todos cuantos lo tratamos en su larga y fecunda vida.
Dalmacio Negro ha sido, es y será un coloso intelectual. En su ubérrimo reflexionar sobre lo político, siempre hay hondura y originalidad de pensamiento. La razón es triple: su esclarecida inteligencia, su enciclopédico conocimiento y el ejercicio de su condición de hombre libre. Si la libertad política era, en su autorizado criterio, el centro de la vida política rectamente entendida, Dalmacio Negro la ejerció al máximo intelectual y civilmente. No se entretuvo, sin embargo, en la acción o gobierno de la res publica, a pesar de habérselo pedido Fraga, según me contó en alguna oportunidad. Y probablemente acertó, porque esa dedicación le hubiera supuesto inevitables padecimientos que causa en el hombre de bien, como él lo era, así como privarnos de parte de sus anchos saberes y cavilaciones.
Hoy volvemos a constatar el encumbramiento de su obra. Revestidas de llaneza, sin propósito culterano alguno, miles de páginas densas, penetrantes, sutiles, sitúan a Dalmacio Negro entre los pensadores señeros de los siglos XX y XXI. No es exageración característica del elogio fúnebre. Responde a una convicción, ahora renovada en esta ocasión de despedida. Su nombre –como creo que convendrán quienes conocen sus escritos– se une por derecho propio a los de Schmitt, Cassirer, Friedrich, Voegelin, Hayek, Forsthoff, Leo Strauss, de Jouvenel, Aron, Girard, Sciacca, Del Noce, Molnar, Belloc, Dawson, Toynbee, Oakeshott, etc.; y, en latitud y tiempo españoles, a los de Conde, Fueyo, Elías de Tejada, Álvaro d’Ors, Vallet de Goytisolo, García-Pelayo, Galán y Gutiérrez, Millán Puelles, Gustavo Bueno y otros, entre quienes hallamos a Fernández de la Mora.
«Las miles de páginas que escribió lo sitúan entre los pensadores señeros de los
siglos XX y XXI»
Presentado por este último, ingresó en la Academia de Ciencias morales y políticas en 1995, cuando no se conocían personalmente. Las publicaciones propias de su carrera universitaria –Filosofía, Ciencias políticas y económicas, Derecho– culminada con la cátedra de Historia de las ideas y formas políticas de la Universidad Complutense de Madrid, en la estela de su respetado maestro Díez del Corral, atrajeron la atención del intelectual gobernante retirado de las lides del momento, con quien luego entabló una gran amistad. Ya había escrito entonces Dalmacio Negro sobre Hobbes, Hume, Hegel, Goethe, Von Ranke, Guizot, Comte, Stuart Mill, Marx. Su discurso de recepción en aquella corporación versó sobre «La tradición liberal y el Estado», de cosecha propia, reposada, obra magna con la que perfecciona una concepción particular de lo que el liberalismo sea.
Profesó ese liberalismo traicionado por la estatalidad –exceso artificioso y sofocante de la nación–, que comenzó con la lucha de los príncipes por independizarse de cualquier otro poder temporal y, sobre todo, de la Iglesia; el «liberalismo en sentido estricto (...) como concepción laica de la vida social rechazando precisamente la raíz demónica de la política moderna (…) reivindicó (...) las tradiciones politológica y escatológica del gobierno limitado; la política, en cuanto arte prudencial, a los medios, no a los fines, siendo ella misma, y por tanto el Estado, un medio, como era aún para el mismo Maquiavelo. Sin embargo, la idea de la limitación del gobierno y de la política como alternativa posible de la ratio “status” sólo pudo sostenerse y afirmarse en la época moderna y mantener la continuidad histórica en aquellos países en que no se consolidó la estatalidad o resultó demasiado débil (...) En la medida en que se conservó como parte de la tradición cultural, influyó en las naciones con Estado en las ideas y en la manera de entenderlo, moderando el mecanicismo de la ratio “status”. Pero al mismo tiempo la consolidación del Estado permitió que se asentase la otra concepción liberal secularizadora e incluso secularista de orientación racionalista, que se alejó de la tradición del gobierno limitado a medida que la estatalidad desarrollaba sus posibilidades intrínsecas». Con graves sentencias: «La “res publica” –y con ella la auctoritas– no está ya, ciertamente, en este momento finisecular, en la Iglesia, pero tampoco en el Estado y, probablemente, en ninguna parte. Prevalece la ilegitimidad»; el Estado que, «por un lado, con su expansión, politiza todo y, por otro, con su artificiosidad, unida a su carencia de principios, complica la vida, fomentando la pérdida de la realidad»; el Estado que «se ha convertido en el más grave problema político», «el Estado, cuya profunda crisis presente es histórica, cultural y social; a fin de cuentas, moral».
Abordó entonces temas, que ampliaría espléndidamente más tarde, como el señalado del Estado, que no sólo no está ya en condiciones de atender las «ultimidades sociales» –en palabras de Fernández Carvajal– «conforme al principio de que las soluciones políticas no pueden ser más que arreglos o compromisos justos», sino que la vida privada como necesidad social «choca frontalmente con la tendencia estatal, aprovechándose de la técnica, a entremeterse en lo espontáneamente privado, aspirando incluso a regular la libertad y el derecho de vivir», por no variar sobre «la explotación de la sociedad civil por la sociedad política y la antisocial e inmoral manipulación discriminatoria económica, fiscal y de la información, que constituyen el medio principal» de la acción estatal en la actualidad.
«Nunca dejó de expresar con valor su inquietud por la evolución civil y moral de España»
Un Estado, por otra parte, en agonía –al decir de Cruz Martínez Esteruelas–, incapaz de cumplir las obligaciones que ha contraído por desmesura; «a fortiori», en la llamada globalización.
La confusión entre verdad y opinión; «la crisis de la representación y la desconfianza que suscita»; «la turbiedad del consenso pseudopolítico, connotando emociones de tipo religioso, sustituye al compromiso público»; y tantos asuntos que, intervenidos por el escalpelo dalmaciano, dieron lugar a tratamientos y hallazgos personalísimos.
Y muchos más cultivados en obras posteriores magistrales como «El mito del hombre nuevo» (2009), exhaustiva genealogía intelectual del constructivismo, cuyo origen identifica en Hobbes, en claro nexo con la estatalidad trastornada por un liberalismo no genuinamente liberal, en opinión de Dalmacio Negro.
Cuestión recurrente será la de la «teología política» –de raigambre schmittiana– o «inexorable relación dialéctica entre la religión y la política y el papel de la teología» –ya signada por Donoso–; «la respuesta de Schmitt ha quedado como definitiva al apoyarse en argumentos indiscutibles. “Vera quia facta”: la realidad histórica de la teología política, bien como reflexión sobre la relación entre religión y política, o bien al servicio del poder, no admite discusión (...) Caben también la autolimitación al gran contraste vida-muerte intensificando la preocupación por la salvación o seguridad en este mundo o negando la inmortalidad, y, por supuesto, formas mixtas (...) “una unidad de tensión”, entre la religión y la política será más o menos intenso según los casos y las vicisitudes históricas, pero es inevitable». En su ensayo «La inmortalidad como problema político» (2012), plantea «cómo se ha llegado a una nueva visión antropológica, que introduce un paradigma inédito en el pensamiento político occidental al politizar la inmortalidad, un concepto metapolítico, con ánimo de neutralizarla definitivamente».
«Ha trabajado incansablemente hasta el último día como politólogo
y filósofo»
En «El fin de la normalidad. ¿Un nuevo tiempo-eje?» (2013), Dalmacio Negro explora, «partiendo del hecho de que se vive un momento de cambio histórico», si «la universalización de la historia de Europa ha dado lugar al comienzo de la historia realmente universal de una sola constelación política, igual que lo fuera Europa encerrada en la suya durante mucho tiempo. (...) si está en disolución en Europa lo que la hizo posible y los productos de su civilización no pertenecen ya a su patrimonio particular en la medida en que se han universalizado sus potencias sin perjuicio de adaptarse a las respectivas culturas, ¿no puede significar esto, por una parte, el fin de la civilización europea como el final del tiempo-eje –reminiscencia jasperiana– del que trae su origen, y también el de las demás civilizaciones que vivían independientes unas de otras salvo relaciones o fricciones ocasionales, para pasar luego a depender de la europea y la occidental, y, por otra, el comienzo de un tiempo-eje realmente universal cuyas formas culturales se desconocen todavía?».
Los dos opúsculos citados se publicaron más tarde, junto con otros de semejante vuelo, en el volumen de 2021 titulado «El fin de la normalidad y otros ensayos».
De la extensa colección dada a la estampa, queremos también destacar, por último, dos trabajos más.
«La ley de hierro de la oligarquía» (2015), más próximo a la sociología política, de enfoque realista político, caracterizado por el escepticismo sobre la naturaleza humana, aunque la ley enunciada «no obsta, al contrario, a que la política auténtica tenga que ser una combinación de moralidad y poder». «El escepticismo político –escribirá– plantea agudamente la cuestión de la moralidad y la inmoralidad en la política: la regla fundamental de la moralidad política es el principio “salus populi suprema lex esto”. Las dudas surgen al interpretar el alcance de la palabra salus y la relación de proporcionalidad entre el fin y los medios. La prudencia es la única regla. Ese principio y esa virtud valen para juzgar la oligarquía. Como observó Aristóteles, todos los gobiernos mueren por la exageración de su principio, y el único remedio normal, más bien un paliativo razonable, de sentido común, frente a la exageración (que suele ser inexorable) del oligárquico, es la política del justo medio (el mesotés aristotélico): la política de la razonabilidad, o del sentido común compartido por todos o la mayoría que participa del mismo “êthos”»; para insistir sobre que «el único contrapoder institucional que subsiste en Occidente es la Iglesia, pues la auténtica división del poder es entre su auctoritas y la potestas de los poderes temporales. Pero, mermadas por la acción del poder político y oscilantes entre el cielo y la tierra por la influencia del modo de pensamiento ideológico cuyo único objeto es el aquende, las iglesias han perdido la “auctoritas” al no ejercerla como si prefiriesen a los poderosos, y, desprestigiadas a pesar de su doctrina social, han cedido el mundo a la potestas de los poderes políticos y sus oligarquías. Sin el apoyo del “êthos”, cuya eficacia depende de la religión, sustituida por las religiones seculares que produce ese modo de pensamiento, la división de poderes acaba siendo ineficaz».
«Su personalidad estuvo connotada de una bondad que trasladaba con un trato afectuoso»
Y su «Historia de las formas del estado : una introducción» (2010), verdadero tratado preñado de observaciones perspicaces, geniales por momentos.
La personalidad de Dalmacio estuvo connotada de bondad, que se trasladaba a sus interlocutores en un trato afable, afectuoso, sincero. Infrecuente en el «maître à penser» de estirpe académica, de ordinario pagado de sí. Nada más lejos de Dalmacio, siempre dispuesto a disfrutar incluso de las bromas que algunos nos atrevíamos a hacerle sobre sus comentarios. Entre otras muchas anécdotas, puedo recordar cuando, en Bolzano, su vaga propuesta sobre el «êthos», para las ponencias de la siguiente edición de la reunión que celebra anualmente el Instituto Internacional de Estudios Europeos Antonio Rosmini, en la capital del Tirol italiano, suscitó alguna intervención irónica sobre la hermeticidad o elevación de la formulación, que compartió jocundo. O como se esponjaba porque se le dijese, a la luz de su obra, que no acababa de comprenderse que se sintiera coherentemente liberal, más allá de lo que significaba para Marañón; la vez más reciente, cuando me envió su ensayo «Liberalismos» (2021) y le interrogué, en su veraneo en Orense, sobre quiénes eran los fundadores del liberalismo que él suscribía; a la risa en común siguió un cierto silencio y una confesión de que no sabía identificarlos.
Porque ha sido un creador intelectual, no un mero historiador de las ideas, y, en tal medida, un ideólogo templado en el sosiego del estudio o un estudioso con lúcidas aportaciones ideológicas propias. Como se prefiera. Su descenso al campo político se ha contraído a su contacto constante con legión de discípulos, admiradores y seguidores, principalmente a través de su seminario –que ha dirigido en plenitud incansable hasta este mes de diciembre de 2024, con reunión semanal en la Universidad CEU San Pablo y, últimamente, «on-line» por sus dificultades motoras– y sus incesantes publicaciones y entrevistas en toda suerte de medios de comunicación, incluidos los telemáticos.
Nunca dejó de expresar con valor su inquietud por la evolución civil y moral de la España de la democracia de 1978, consternado por la laicidad mal comprendida y peor aplicada, la negación del Derecho en sentido clásico, la partitocracia, la inmoralidad e ineptitud de los políticos, la socialdemocracia enemiga de la libertad y su parentela, o las autonomías.
En los últimos años, lo frecuenté poco en Madrid, pero, en agosto, viajaba desde La Coruña a Bamio de Fondo, recóndito lugar en las proximidades de la capital orensana, donde transcurrían sus vacaciones con la compañía de sus hijos, en la antigua casa de piedra de la familia materna Pavón. La merienda, castiza en condumio y vino de la tierra, se prolongaba en velada hasta la madrugada, alegre, por instantes sesuda, con ocurrencias divertidas de todos los participantes en torno al festivo «magister».
Manifestó en privado una creciente «nonchalence» hacia su calidad de miembro numerario de una Real academia del Instituto de España –cuyas obligaciones cumplía, no obstante, a rajatabla–, lo que no puede sorprender en persona tan alejada de lo campanudo, fatuo o solemne.
Pero tuvimos siempre la ilusión de que era inmortal, desde luego en el sentido que denota a los individuos de la Academia francesa, aunque decisivamente por su adentrarse en la sabiduría, su entereza espiritual y física y perpetuo buen humor.
Empero, no hemos tomado razón suficiente de lo que nos recuerda François Cheng, un «inmortal» académico: que imaginar una forma de existencia en la que el hombre ignore totalmente la muerte es vano porque sería tanto como abolir el tiempo.
Yo espero –como creo que todos quienes lo hemos conocido– volver a encontrarme en la vida eterna con Dalmacio. «Sit tibi terra levis» y descansa en la paz de Dios, querido amigo.
José María Sánchez es Diputado y catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de Sevilla