Angélica Liddell, contra la idiotez generalizada
Angélica Liddell ha demostrado en su último estreno que el arte tiene una capacidad nula para modificar la sociedad; pero, a la vez, ha demostrado también que el arte permite y favorece espléndidamente la reflexión sobre la estulticia de esa sociedad.
A la díscola y astuta creadora escénica, elevada a la categoría de semidiosa por la aborregada masa de culturetas que compra a ciegas todo aquello que se venda con la etiqueta de «megamoderno», no se le ha ocurrido otra cosa en su nuevo y esperadísimo espectáculo (hace meses que agotó las entradas en los Teatros del Canal) que arremeter, en estos tiempos que corren..., ¡contra la mujer! Inspirado muy libremente en la conocida novela homónima de Nathaniel Hawthorne, el montaje que ha hecho de «La letra escarlata» puede definirse como un sarcástico y feroz alegato contra esa corriente de pensamiento que podríamos llamar ultrafeminista y que se está instaurando en los últimos tiempos en todos los ámbitos con el beneplácito, precisamente, de todos esos modernetes que corrían en místico éxtasis a por una entrada para ver a la Liddell cuando salieron a la venta.
En una función impactante en la concepción visual y sonora de algunas escenas, pero lenta, estirada y aburridísima en su desarrollo dramatúrgico, la polémica autora, directora, actriz y performer carga sobre el escenario, sin ambages ni cortapisas, contra un género femenino al que tilda, entre otras lindezas, de «hipócrita» y «mezquino» por haber liderado la deriva del pensamiento contemporáneo hacia un radical puritanismo y una mojigatería que ella, convertida en una suerte de Hester Prynne, compara con el de la Nueva Inglaterra del siglo XVII que Hawthorne criticaba en su libro. Con mucha mordacidad, ironía y desmesura, Liddell embiste contra una mujer que sustituye con la edad, dice ella, la belleza por el odio, y que acumula tanta grasa en algunas partes de su cuerpo como amargura en su alma. El acibarado discurso –literariamente notable– queda dividido e insertado entre escenas no verbales en las que, como no podía ser de otra manera, hay mucho desnudo y mucha metáfora sexual. Esta vez, el plato fuerte es la introducción en su boca del pene de uno de los actores.
Así los modernetes, esos mojigatos a los que la artista ha puesto a parir con mucha razón y que al final del espectáculo la han aplaudido con fervor como si la cosa no fuera con ellos, hablarán del «escandaloso» montaje durante unos días; de este modo, la idea de transgresión que acompaña a la autora, y que tan buenos réditos le ha dado en su carrera, seguirá bien alimentada. El arte, como dije al principio, no sirve para cambiar a la gente; pero sí para dejar bien descubierta su necedad.