El arte de la ideología en el Museo Reina Sofía
La gestión de Manuel Borja-Villel ha sido muy discutida por su gestión de la colección y el sesgo ideológico que ha dado a las obras
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En los últimos meses, cerca de expirar la última prórroga del contrato de Manuel Borja-Villel como director del Reina Sofía y ante la duda de si se presentaría al concurso público para designar sucesor, enmarcaba estas el ya exdirector en las «guerras culturales». Se han convertido las batallas culturales, parece, en el gran cajón de sastre en el que enmarcar cualquier información que moleste a alguien relevante. En la línea de otros destacados personajes relevantes, elevaba lo personal a institucional: si Miguel Lorente ante las dudas hacia el rigor de sus cursos sobre masculinidades y violencias los interpretaba como un ataque a La Universidad, Borja-Villel identificaba las críticas a su gestión con un ataque a Las Instituciones.
Si el primero lo achacaba todo al machismo estructural, el segundo lo hacía a campañas ideológicas. Esto último es casi cómico porque, si alguien ha embadurnado de ideología lo que ha tocado ha sido, precisamente, el ya exdirector del Reina Sofía. Y un museo de titularidad pública, y no olvidemos que el Reina Sofía lo es, tiene una función eminentemente pedagógica e ilustrativa. Por lo que no debería permitirse como se ha hecho que se convierta en portavoz de ninguna ideología. Manuel Ruiz Zamora, filósofo especialista en estética, historiador del arte y articulista, lo expresaba así en un texto al respecto: «se reduce la verdadera cualidad contestataria del arte a una mera función de propaganda en su sentido más rudimentario y literal. No es sorprendente, por tanto, que entre sus correspondientes capillas convenientemente consagradas para el rezo y la revelación, consten fenómenos tan variopintos como el feminismo identitario de los últimos tiempos, la épica de movimiento zapatista, con su preceptivo apartado sobre los horrores del colonialismo, las virtudes de la ecología, las desigualdades, las migraciones y hasta, en un triple salto mortal con caída libre al vacío, el Prestige, la Movida, la Expo 92. Es decir, todo el sursum corda del progresismo más piadoso».
[[DEST:L|||"Se reduce la verdadera cualidad contestataria del arte a una mera función de propaganda en su sentido más rudimentario y literal"|||Manuel Ruiz Zamora]]
«Borja-Villel llegó a afirmar en algún momento», recuerda Ruiz Zamora, «que la colección era un instrumento para entender el mundo en que vivimos. Pero no es cierto. No es un instrumento sino una instrumentalización. El objetivo no es otro que instaurar una visión puramente unilateral, dogmática y sectaria de la realidad, de tal manera que se presenta como dotada de mayor valor la cartulina pintarrajeada con la frase de un indigente mental que una pintura, evidentemente reaccionaria, de Antonio López. Es de una banalización que impresiona».
Lo cierto es que la última parte del mandato de Borja-Villel no se ha librado de las críticas, pese al bloque impermeable al argumento de sus fieles cuádrigas (su equipo, sobre el que una buena parte incluso el Tribunal de Cuentas señalaba la falta de méritos, artistas con exposiciones, algún otro director de museo con estrechas relaciones, asociaciones del barrio con colaboraciones). Se le ha acusado de personalismo, de sectarismo, de populismo, de propagandismo, de desinterés por el arte español… «Se ha escrito que Borja-Villel fue demasiado militante de izquierda en su gestión cuando la realidad es que en la izquierda, quitando a la que el museo financiaba, tampoco convencían sus tesis», sostiene Víctor Lenore en un magnífico artículo en «Vozpopuli» que evidencia la existencia de críticas a uno y otro lado del espectro ideológico, por lo que se hace difícil sostener que provengan de «la caverna», como tanto gusta sentenciar a algunos.
Cabría recordar aquí, a título informativo, que la única fundación afín a un partido político con convenio económico firmado con el Reina Sofía es la Fundación de los Comunes. «Siempre se le ha reconocido la preparación académica y capacidad técnica, pero se le acusó en numerosas ocasiones de ser políticamente insustancial, de amparar prácticas de explotación laboral y de articular un séquito afín a sus tesis (más que fomentar debates estimulantes)», prosigue el artículo hasta concluir con esta frase: «Después de años de agrios debates, el paso de Borja-Villel por el Reina, como su anterior paso por el Macba, puede terminar recordándose como el de alguien que estetizó las luchas de los de abajo para lustrar su carrera laboral y reducir la disidencia social a pasatiempo estético para las élites progresistas».
Manuel Ruiz Zamora añade que, lo verdaderamente llamativo de su gestión, es la descarada «patrimonialización de lo público desde las premisas del populismo, que es lo que ha hecho en realidad. Es un auténtico desembarco en instituciones publicas para difundir una ideología muy primaria y que, además, entra en contradicción con el propio sentido del arte». Señala además el filósofo que «la propaganda reduce el arte en algo que el arte ya tiene, que es su propia negatividad. Adorno, que procede del marxismo, ya se da cuenta claramente de eso cuando sostiene que lo ideológico rebaja sustancialmente la cualidad de la obra de arte, la cual alberga ya en sí misma ese elemento intrínseco de negatividad que implica un cuestionamiento de lo real».
Borja-Villel parece haberse decantado por esa posición burda, entronizando las tendencias estratégicas y fragmentarias del ideario de la izquierda más posmoderna. «La reordenación del museo, por ejemplo», explica Ruiz Zamora, «ha sido claramente concebida como indisimulado relato propagandista, supeditando desprejuiciadamente la autonomía y la libertad de las obras. Todo esto, además», prosigue, «se ha producido con cargo a los impuestos aportados por los contribuyentes, y no únicamente de aquellos que comulgan con el marcado sesgo ideológico de Borja-Villel. Con todo, eso no sería lo peor. Lo realmente grave es que se ha rebajado el arte y a los artistas a la condición de esclavos al servicio de un dogma de fe, al entenderse la institución museística como herramienta cuya función es meramente doctrinaria».
Y toda esta actividad casi evangélica se sostiene sobre la herramienta esencial del lenguaje: «la papilla de pseudoconceptos vacíos de contenido e intrínsecamente incomprensibles tiene una clara pretensión de apariencia profunda y reflexiva, pero no es más que la nada: una apelación constante a conceptos como estructuras en red, biopolítica, lo rizomático… Pura filfa retórica con ínfulas». Terminado el mandato de Manuel Borja-Villel y con la sombra de la ilegalidad sobre la última etapa (no hay explicaciones ni se esperan), quien llegue ahora se encontrará con la misión de devolver a la institución la credibilidad y confianza perdidas y la tarea de cumplir con la tarea de enmendar un legado excesivamente personalista y que necesita ser reformulado para cumplir con los fines señalados en la propia ley del museo: «promover el conocimiento y el acceso del público al arte moderno y contemporáneo en sus diversas manifestaciones».