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Así es el "Joker", el "Taxi Driver"del siglo XXI

El histriónico y poliédrico personaje de Gotham encuentra la horma de su zapato en el actor, que ha perdido 23 kilos para interpretar el filme de Todd Phillips, presentado a concurso en Venecia.
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El histriónico y poliédrico personaje de Gotham encuentra la horma de su zapato en el actor, que ha perdido 23 kilos para interpretar el filme de Todd Phillips, presentado a concurso en Venecia.
Había más expectación que con Polanski. Es lo que tienen los superhéroes: que todos queremos tener uno en casa. Al Joker, ni de vecino. Lo primero que habría que matizar es que «Joker» es una película de supervillano, en singular. Los superhéroes, ni olerlos. Y lo segundo, que esa singularización impregna todo el planteamiento de la película, que carece de efectos digitales, poderes mágicos o maléficos, que está concebida desde el realismo más estricto, y que cuenta, en esencia, el nacimiento de un psicópata destinado, a su pesar, a ser líder de un mundo en demolición. Así las cosas, la magnífica «Joker», que aterrizó a concurso en la Mostra, viene a ser «El caballero oscuro» para la era Trump. Y que no se nos ofendan los fans de Heath Ledger, pero Joaquín Phoenix está que se sale.
No sabíamos si obedecía a una estrategia de marketing concebida para promocionar la falta de prejuicios del propio Festival o una feliz ocurrencia de la Warner para sellar el marchamo de calidad de una película que contradice buena parte del libro de estilo del cine de superhéroes contemporáneo, pero lo cierto es que «Joker», a priori, no es una elección previsible para la sección oficial de un certamen como la Mostra. Alberto Barbera contó que, en un principio, se le ofreció un espacio fuera de concurso, como el año pasado con «Ha nacido una estrella», porque determinados productos de Hollywood prefieren protegerse de la lupa del concurso. Sin embargo, tanto Todd Philips como la Warner parecían convencidos de que valía la pena competir. Y no se equivocaban.
Para que nos quede claro el universo referencial en el que se mueve «Joker», el logo de la Warner es el de los años setenta. Piensen en el «Taxi Driver» de Scorsese (con unas gotas de aliño de «El rey de la comedia», con Robert de Niro invirtiendo papeles), o en «A la caza» de Friedkin, y tendrán un retrato robot bastante ajustado de un Gotham sucio y violento, con montañas de basura tapiando callejones húmedos, delincuencia a granel y la sensación de que, en cualquier momento, la ciudad estallará en una cadena de motines y revueltas. Todd Phillips citó, en la concurrida rueda de Prensa veneciana, otros modelos igual de significativos, desde «El hombre que ríe» hasta «Alguien voló sobre el nido del cuco» o «Toro salvaje», y en lo que respecta al cómic, el celebérrimo «La broma asesina».
Una risa patológica
«Joker» es una película de cocción lenta, la génesis de un mito que no necesita baños de ácido para congelar su risa perturbada. Una risa que empieza siendo patológica, como una enfermedad moral que retuerce involuntariamente las cuerdas vocales y el gesto de Arthur Fleck, para fijarse al final como una mueca vacía en la eterna noche de las bestias en la que se convierte Gotham. El filme va de lo interior a lo exterior, del estudio emocional de un personaje fracturado a su puesta en escena, que incluye la creación de su máscara y la génesis de un superhéroe que cargará con el asesinato de sus padres como un mártir con una cruz ensangrentada.
Joker es Joaquín Phoenix. Más relajado y comunicativo que de costumbre, en la rueda de Prensa dejó claro que había preferido partir de cero al inventar el personaje. «Quería tener la libertad de crear algo que fuera difícil de identificar –explicó–. Que ni siquiera un psiquiatra fuera capaz de catalogar». Phoenix encarna a Arthur Fleck, payaso temporal y aspirante a cómico de escenario, a través de un sofisticado trabajo con el cuerpo. No solo porque haya perdido 23 kilos sino porque utiliza esa delgadez para resultar vulnerable y amenazante a la vez, con la mirada alucinada de Travis Bickle y el sutil amaneramiento de Norman Bates. El Joker de Phoenix no solo es un saco de huesos sino de contradicciones: si es la sociedad, a punto de estallar, la que rubrica su marginación y el fracaso de su sueño de convertirse en cómico, también es ella la que transforma su última «performance» en un símbolo de desencanto. Un símbolo que, por otro lado, él nunca ha querido ser.
No sabemos si Lucrecia Martel estará en sintonía con «Joker». Lo que parece probable es que haya disfrutado con una película como «Ema», en la que el chileno Pablo Larraín habla sobre la maternidad anómala y el reggaetón como instrumento de liberación de la sexualidad femenina de una manera tan creativa como provocadora. Difícil describir las curvas y requiebros del viaje de esta bailarina (Mariana di Girolamo) que decide recuperar al hijo adoptivo que ha devuelto en acogida, con la connivencia de su marido (García Bernal), sin traicionar su espíritu transgresor.
En su primera mitad, Larraín parece acomodarse en ese cine de la crueldad que tan bien se le da, aquí impregnando las hirientes pullas que se lanzan la pareja protagonista. Sin embargo, poco a poco, a medida que la estrategia de Ema se despliega y el personaje gana en matices, el poliamor triunfa, el placer sexual se abre en canal, y el reggaetón, que protagoniza una discusión a favor y en contra que arrancó los aplausos de la Prensa, conquista las imágenes y el deseo que emana de ellas. Larraín filma las secuencias de baile como si fueran de sexo, y las de diálogo como si fueran de boxeo. Buena parte de la impactante energía que desprende «Ema» es elemental, primaria, visceral, es imposible que deje indiferente.