Hollywood

Atwood VS. #metoo: contra el triunfo de la justicia populista

En un artículo publicado con el título de «¿Soy una mala feminista?» la autora de «El cuento de la doncella» se defiende de las durísimas críticas por su postura ante el movimiento #MetToo: «Es el síntoma de un sistema judicial roto», asegura.

La serie televisiva basada en la novela de la autora «El cuento de la doncella» ha dado una enorme popularidad a Margareth Atwood
La serie televisiva basada en la novela de la autora «El cuento de la doncella» ha dado una enorme popularidad a Margareth Atwoodlarazon

En un artículo publicado con el título de «¿Soy una mala feminista?» la autora de «El cuento de la doncella» se defiende de las durísimas críticas por su postura ante el movimiento #MetToo: «Es el síntoma de un sistema judicial roto», asegura.

Hacía tiempo que en el espacio público no se desataba un debate tan apasionante y de tanta profundidad como el abierto por el manifiesto firmado por un centenar de actrices e intelectuales francesas contra el supuesto puritanismo del movimiento norteamericano del #MeToo. A la respuesta furibunda de algunas feministas a este texto se ha sumado ahora un artículo firmado por la escritora Margaret Atwood que, bajo el provocador título de «¿Soy una mala feminista?», ha venido a añadir un prisma más al complejo poliedro desde el que se están juzgando en tiempo real los casos de abuso sexual y escribe que el movimiento «es el síntoma de un sistema judicial roto». «En demasiadas ocasiones las mujeres y otras víctimas de abusos sexuales, al no obtener respuestas adecuadas ni de las instituciones ni de las empresas utilizan otra nueva herramienta: internet», y añade que «la condena sin un proceso judicial es el primer paso hacia la ausencia de justicia para que el sistema se corrompa como sucedió en el periodo prerrevolucionario en Francia».

Diferentes «bandos»

El grado de estruendo que está alcanzando la confrontación dialéctica entre diferentes «bandos» del movimiento feminista podría llevar a pensar que la unidad de acción en la defensa de los derechos de la mujer se está rompiendo. Pero, en rigor, el feminismo ha sido desde su aparición un movimiento plurívoco cuya reducción a una única voz o punto de vista resulta ciertamente imposible. No en vano, las líneas matrices que atraviesan el acalorado debate reproducen de manera calcada episodios del pasado más reciente que no conviene olvidar. De hecho, frente al movimiento feminista de los 70, que defendía una identidad esencial para el sujeto mujer, el posfeminismo surgido a fines de los 80 y principios de los 90 argumentaba que el hecho de ser mujer era una opción que se construía culturalmente y que, por tanto, se realizaba de manera individual.

El alcance de este antagonismo básico entre feministas y posfeministas llegó a cuestiones cruciales como la del comportamiento de la mujer ante la sexualidad. Mientras que las feministas rechazaron la idea de «feminidad» por considerarla como una proyección del deseo del hombre sobre la mujer, las posfeministas concibieron la sexualidad como un terreno a conquistar y en el que expresarse con libertad y sin represiones algunas. Igualmente, el sentimiento de sospecha hacia todo lo masculino despertado por el feminismo dejó paso a una perspectiva menos condenatoria hacia los hombres por parte del posfeminismo. Tal y como se puede advertir, en sus trazos generales las dos versiones del feminismo enzarzadas en la actualidad no han hecho sino avivar las ascuas casi apagadas de debates pretéritos.

Solo podía ocurrir en Francia. Como si se tratara de una adenda nostálgica de los grandes debates intelectuales que dividieron a la opinión pública durante los años 60, 70 y 80, un grupo de artistas e intelectuales francesas ha desatado la polémica con la firma de un manifiesto que cuestiona los fundamentos del movimiento #MeToo norteamericano. Por sintetizar las líneas maestras de este debate se puede afirmar que el «manifiesto de los 100» encabezado por Catherine Deneuve y Catherine Millet acierta en sus argumentos generales pero naufraga a la hora de trasladarlos a situaciones específicas, mientras que la respuesta de las feministas lideradas por Caroline de Haas desciende con brillantez a las situaciones concretas, aunque peca de ortodoxia cuando actúa por elevación. Desde esta perspectiva, tiene razón el manifiesto cuando recupera cuestiones que forman parte del debate feminista desde los años 70 y que, todavía hoy se encuentran sin resolver: la ya referida posibilidad de que exista una sexualidad feminista al margen de la mirada patriarcal; la demonización en bloque del género masculino y el clasicismo del núcleo ideológico del #MeToo –mujeres blancas y de clase acomodada. En lo que a este último punto concierne, resulta por entero innegable que la capacidad de denuncia que poseen las actrices de Hollywood está fuera del alcance de la mayor parte de la población femenina mundial. Para una mujer de éxito, y con una cuenta bancaria de seis o siete dígitos es fácil dar un paso hacia adelante y hacer valer su posición de autoridad para articular una denuncia. Pero ¿qué es lo que pasaría con la trabajadora normal, mileurista? ¿Quién escucharía su voz en el caso de que decidiera denunciar una situación de acoso? Y, además ¿tendría un idéntico apoyo gremial o, por el contrario, su nombre irrelevante la haría quedarse sola en una denuncia a título individual que la dejaría en una posición de franca vulnerabilidad?

Por su parte, la objeción realizada por el grupo de Caroline de Haas al manifiesto se vuelve especialmente brillante cuando aborda cuestiones como el derecho a importunar y la denuncia del puritanismo, reflejadas en el manifiesto publicado en «Le Monde». En primer lugar, resulta cuanto menos sospechoso que se pretenda legitimar el derecho a importunar en materia sexual, mientras que, por ejemplo, en materia racial, un insulto es susceptible de una inmediata denuncia y de un enorme revuelo social. Además, y en segundo término, supone una deriva muy peligrosa relacionar el flirteo y la seducción con el abuso, como si lo que diferenciase a ambas situaciones fuera una simple cuestión de grado. Como aduce De Haas, seducción y abuso poseen naturalezas diametralmente opuestas y no comparten una misma escala jerárquica.

En este contexto en pleno estado de ebullición y en el que las dos cosmovisiones implicadas parecen condenadas a una relación agonística entre sí Margaret Atwood publica un artículo en «The Globe and Mail» de Toronto en el que parece alienarse con alguno de los puntos concretos expresados en el manifiesto. Para Atwood, lo que se está viviendo es una muerte del estado de derecho y un triunfo de la justicia populista. La lista de actores y agentes sociales vetados tras recibir denuncias de acoso sexual constituye una merma de los derechos fundamentales del individuo en la medida en que se procede a su purga antes de que la justicia haya fallado en uno u otro sentido.

El dinero es rápido

Esta línea argumentativa implica un traslado del foco desde el sujeto denunciante hasta la sociedad considerada como estado de opinión. En realidad, el problema del movimiento #MeToo no es tanto la mujer que, después de años de silencio, se atreve a alzar la voz cuanto la línea de presión ejercida por una «masa opinadora» que necesita un castigo inmediato. No nos engañemos: la expulsión de la industria audiovisual de actores como Kevin Spacey no obedece a la súbita transformación de las «majors» en adalides de la causa feminista sino a un profundo y visceral pánico al boicot social. La justicia es lenta, pero el dinero es rápido. Y, pese al aparente halo de activismo que rodea muchas de las depuraciones llevadas a cabo en EE.UU, la economía prevalece sobre la ética en la gran mayoría de ellas.

Llegados a este punto conviene reconocer que si, en lugar de enfrentarse ambas posturas complementaran sus posiciones el resultado sería uno de los discursos feministas mejor armados que se recuerdan. Está claro que la visibilidad lograda por las mujeres víctimas de abuso sexual ha alcanzado un nivel impensable hace unos meses, y que este patrimonio debe ser gestionado con la mayor inteligencia posible a fin de que lo que ha surgido como una plataforma de justicia social no devenga en una simple moda. De acuerdo con esto, las luchas intestinas ayudan poco, máxime cuando las voces que quieren estar muy separadas entre sí coinciden en muchos más aspectos de los que creen. El debate siempre es enriquecedor, pero el problema aquí es que en no pocos aspectos ambos alineamientos están reflexionando sobre cuestiones distintas y, por ello mismo, compatibles entre sí.