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Bendito cine maldito

Juan Manuel de Prada publica «Los tesoros de la cripta», un libro que da testimonio de su cinefilia y reflexiona sobre sus filmes preferidos

«La parada de los monstruos» (1932), una de las películas mencionadas por el novelista en este libro sobre filmes para cinéfilos
«La parada de los monstruos» (1932), una de las películas mencionadas por el novelista en este libro sobre filmes para cinéfiloslarazon

Juan Manuel de Prada publica «Los tesoros de la cripta», un libro que da testimonio de su cinefilia y reflexiona sobre sus filmes preferidos.

Imaginemos una hipotética Ciudad de los Cinéfilos. En los arrabales estaría la masa, de gustos variopintos pero canónicos, y en el centro, separados por sectores, los críticos, los sumos sacerdotes, casi siempre enfrentados: a un lado los «cahieristas», la línea dura, ortodoxos e inflexibles; al otro una serie de sofistas que condescienden con la plebe. A un par de kilómetros, en lo alto de la montaña, encontramos a un eremita, un tipo extraño y solitario que no transige con ningún discurso, que vive de lo que caza. Ese sería Juan Manuel de Prada.

El escritor, que desde sus primeros balbuceos en la literatura (ahí están «Coños» o «Las esquinas del aire») gasta modos de «outsider», compendia ahora en «Los tesoros de la cripta» (Renacimiento) cuatro décadas de pasión por el cine de criterio inclasificable. El único filtro aplicable es el gusto del autor, lo que, viniendo de De Prada, garantiza una buena nómina de filmes y directores con una «querencia indisimulada hacia los raros y los proscritos, hacia los excéntricos, los derrotados y los réprobos». En este trabajo tan cinéfilo como arqueológico, el escritor no tiene miedo a hurgar en el subgénero. En «Los tesoros de la cripta» hay «collosal», «peplum», «spaghetti western», serie B, serie Z... Italiano, español, alemán, estadounidense... De Mario Camerini a James Whale, de Cecil B. De Mille a Isasi Isasmendi. «Quería hacer una especie de catálogo de obras malditas, una explicación de mis preferencias estéticas –señala De Prada–. Pero, a pesar de que se comentan películas desconocidas y raras, hay algunas pocas que están puestas como pistas, como migas de pan para que el lector entienda el clima estético o la propuesta del libro». Ahí entran en juego «El ángel exterminador», «Nosferatu», «Muholland Drive».

Joyas olvidadas

«El 90% del libro son cintas que no va a conocer el espectador medio», añade. ¿Y qué van a encontrar? «Joyas maravillosas con cierta simpatía hacia el subgénero, hacia lo que la crítica más solemne suele despreciar como cine alimenticio. Muchos olvidados. Con preferencia hacia películas con un tratamiento formal que sin ser necesariamente fantástico sí que propone una estilización de la realidad, que sumerge al espectador en un mundo no exactamente cotidiano». También un buen corpus de «cine anatemizado por razones idelógicas o religiosas». ¿No será un cóctel demasiado friki? «A mí no me molesta esa etiqueta, tengo un componente de friki, pero al mismo tiempo exigente y esteta. No me gusta la caspa cinematográfica en sí misma, sino lo que es un poco bizarro, un poco raro, morboso... Pero exijo que haya una estilización estética y una reflexión moral o filosófica. Se puede ser un friki y al mismo tiempo una persona con grandes inquietudes. Solemos identificar al friki con un tío zampando torreznos en su casa y viendo pelis. Yo lo que hago es borrar la frontera entre lo que está considerado gran cine y éste más marginal pero que no es bazofia».

En la cripta de De Prada ocupan un lugar preferente varios realizadores españoles unidos por el ostracismo. Algunos de ellos, como Edgar Neville, vienen siendo cada vez más reivindicados. También están Rafael Gil y el citado Isasi Isasmendi. «Los 40 y los 50 fueron una época dorada para nuestro cine y hoy se despachan como si fuese franquista». El escritor también es consciente del curioso bucle en el que han caído muchas obras, estrenadas con polémica y décadas después, incómodas para el espectador medio y políticamente correcto. Un ejemplo sería «El signo de la cruz», de Cecil B. De Mille, uno de cuyos fotogramas aparece en la portada del libro, con una mujer atada a un poste con forma de fauno y un mono asediándola. «Ese fotograma ahora mismo sería conosiderado machista y los animalistas pondrían el grito en el cielo. La película sería prohibida y amputada. Eso nos tiene que invitar a reflexionar sobre el tipo de mundo al que vamos en el que una cinta religiosa de los años 30 tiene imágenes que el puritanismo de nuestra época no tolera».

Y es que De Prada no comulga mucho con el signo de los tiempos. Internet (él lo escribe «interné»), por ejemplo, ha hurtado al cazador de películas el placer de antaño de las sesiones dobles, los cine clubs, la búsqueda incansable en establecimientos más dignos de «La pequeña tienda de los horrores» de Corman que de los modernos centros comerciales. «Hoy hay posibilidades infinitamente mayores, pero esa instantaneidad con la que podemos acceder a los productos culturales es inversamente proporcional al interés verdadero que suscita. Genera un cierto hartazgo, hastío, incapacidad para discernir lo bueno de lo malo. Además, las auténtica pasiones (cinéfila, lectora y del amor) se alimenta en la dificultad. La peli que nos obsesiona es la que no encontramos en la página de descargas».