Billie Holiday, la magnitud de la catástrofe
Se cumple el centenario del nacimiento de una de las voces más conmovedoras de la historia de la música.
Si una historia merece ser contada, ésa es la Billie Holiday. Fue un artista colosal, una mujer que en la grandeza de su arte escondió la miseria de su vida. Ella fue el blues y ahora, en el centenario de su nacimiento, el mundo de la escena vuelve su mirada hacia una de esas artistas que contribuyeron en buena parte a definir las reglas de la música contemporánea. Escuchar hoy a Holiday es asistir a toda una proeza. No tenía ni la técnica ni el timbre que exigía la ortodoxia para triunfar, pero su secreto era otro. En su voz estaba la emoción pura, la capacidad para transmitir toda la crudeza que proponían los textos clásicos del blues, canciones que hablaban de pobreza, dignidad, amor perdido, amor encontrado, vida, muerte, alma, redención, hundimiento, resurrección y lágrimas. Holiday tenía el secreto, antes y ahora, un siglo después de que naciera la gran dama de la canción. Enfrentarse a su biografía supone un alto reto emocional, un viaje hacia los abismos de la naturaleza humana, un recuerdo de lo sórdida y descosida que en ocasiones puede ser la existencia. Nació en Filadelfia como Eleonora Flanagan. Su padre tenía 15 años y su madre, dos menos. Él las abandonó al poco tiempo y lo que quedó fue una madre distraída que dejaba a la niña en malas manos mientras iba a buscarse la vida. Más tarde llegarían los reformatorios y los abusos sexuales. En 1927, se llevó a la pequeña a Brooklyn. La muchacha no tardaría en comenzar a ejercer la prostitución con clientes depravados. Ésos, los que deberían haber sido algunos de los mejores años de una vida, fueron los que Billie Holiday tiró por la ventana.
Pero entre una lágrima y otra, la chica encontraba tiempo para echar unas monedas en la máquina y poner algunas canciones que anestesiaban sus temores. Sobre todo los temas de Louis Armstrong, con esa lírica y arrebatadora trompeta, y la gran Bessie Smith, que tanto la emocionaba cuando cantaba aquello de «nadie te conoce cuando no tienes donde caerte muerta». De él aprendió las canciones y de ella cómo darle una intención a los versos. A comienzos de los años 30 ya era una persona habitual de los clubes de Nueva York. En una de sus primeras interpretaciones dejó muda a la audiencia cuando cantó «Travellin’ All Alone». Ella lo recordaría más tarde: «Si a alguien se le hubiera caído un alfiler, habría sonado como una bomba». Comenzó a cantar regularmente y cambió su nombre. Billie era un homenaje a Billie Dove, gran estrella del cine mudo y la reencarnación de una mujer de éxito en un mundo dominado por los hombres. Y Holiday era su apellido paterno, el contacto ilusorio con una figura ausente, con sus ascendientes esclavos, con la gente que buscó dignidad en la pobreza.
Un nombre fue clave en la carrera de Holiday: el legendario John Hammond, cazatalentos de Columbia, el hombre que más tarde descubriría también a leyendas como Bob Dylan, Aretha Franklin o Bruce Springsteen. La escuchó en 1933 y se quedó de piedra. Actuó con rapidez y la puso junto a Benny Goodman, la gran estrella del swing de Chicago. En esas primeras grabaciones ya se adivina a una artista mayor, a una intérprete en toda la extensión de la palabra, una vocalista capaz de hacer sufrir y amar al público que la escuchaba. Ella era la canción. Pero, cuando se apagaban los focos, Holiday se enfrentaba a la realidad de la artista negra. Como todos los músicos de color, entraba por la puerta trasera y no la permitían mezclarse con los blancos. La estrella del espectáculo era tratada como una delincuente. Así era América. Y en la sordidez de los callejones, Holiday participaba de la siniestra venta de sustancias que la introducían en el sueño de los injustos. Ahí comenzó a forjarse la adicción a las drogas que más tarde aniquilaría su vida.
Fuleros y chulos
El complemento lo ponía otra adicción: su dependencia de los hombres. Holiday tenía predilección por las relaciones nocivas. Despreciaba a quienes mejor la trataban y suspiraba por los fuleros y chulos, seres amorales que rompían su corazón en pedazos. Cuando eso sucedía, ella volvía a juntar los trozos y acudía de nuevo a los brazos del funesto amante. Si no le daban los clavos para su ataúd, ella los buscaba. Entre 1935 y 1942, Billie Holiday realizó más de cien grabaciones, muchas de ellas históricas, ninguna vulgar. Cada canción tenía algo imposible de encontrar en otras artistas. Su timbre, como el de una trompeta con sordina, era especial. Pero lo que más estremecía era su intención, cómo declamaba los versos, con una salvaje economía de medios. Inalcanzable en su sencillez. Para muchas de esas grabaciones, Holiday estuvo rodeada de músicos de primera. Empezando con el gran maestro Lester Young, uno de los primeros grandes saxofonistas de la historia y el gran amor de su vida. Y con parecido aprecio por la existencia. Young moriría el 15 de marzo de 1959, completamente alcoholizado y vomitando sangre mientras intentaba escapar de cucarachas imaginarias. El saxo tenor de Young y la voz de Holiday forjaron auténticas piezas de porcelana. Otros grandes músicos en la carrera de Holiday fueron el pianista Teddy Wilson, el trompetista Charlie Shavers o el clarinetista Artie Shaw. También cantó arropada por leyendas como Johnny Hodges, Roy Eldridge, Ben Webster y Count Basie. Es decir, auténticos pioneros. La época dorada de Holiday incluye piezas como «My Last Affair (This Is)», «My Man», «I Can’t Get Started», «Night And Day», «You Got To My Head» y, sobre todo, su cumbre musical, «Strange Fruit», una de esas interpretaciones que detienen el pulso por un momento.
Llegados a este punto, habría que precisar que, por entonces, era casi imposible que un artista negro pudiera vivir holgadamente con la música. Las ventas de los discos se reducían a un sector minoritario y las actuaciones se daban en clubes pequeños. Y luego estaba el sufriente estilo de vida de Holiday. Buena parte de lo que ganaba se lo entregaba al chulo de turno o a su proveedor.
En 1941 se casó con el trompetista Jimmy Monroe y al tiempo mantuvo un asunto amoroso con otro trompetista, Joe Guy. Ninguna de las dos relaciones prosperó y en 1952 dio un paso más allá dentro de sus catastróficas decisiones al casarse con el matón de la mafia Louis McKay. Curiosamente, fue el único de sus compañeros sentimentales que realmente intentó sacarla de la droga, aunque probablemente más por sus extrañas devociones religiosas y morales que por auténtica piedad. Por supuesto, las cicatrices faciales que Holiday mostraba en público eran por cortesía del fornido McKay. Los últimos años de carrera de la artista arrojaron varias proezas musicales. Como la grabación del programa «The sounf of jazz» para la CBS, en 1957, en la que realizó interpretaciones admirables de «Fine and Mellow», «I Love You Porgy» y «God Bless the Child» junto a Webster, Young, Gerry Mulligan y Coleman Hawkins.
Sin embargo, eran tiempos donde la voz y el físico de Holiday ya se resentían de la falta de autoestima y de aprecio por la vida que tenía. Pero todavía le alcanzó para grabar en 1958 «Lady in Satin», registrado en apenas dos sesiones y uno de esos discos que definen a alguien único. Esas canciones, esa voz, eran un auténtico milagro. Los postreros años de Holiday fueron aún más lastimosos que su lastimosa vida. En su condición de mujer negra y drogadicta, se convirtió en el blanco perfecto del Departamento Federal de Estupefacientes. Pasó largos meses en la cárcel y sus ausencias fueron aprovechadas por los sinvergüenzas de siempre para robarle su dinero. Billie Holiday murió a los 44 años en Nueva York el 17 de julio de 1959 por una cirrosis hepática. Sólo tenía temblores y 70 centavos.