Sección patrocinada por sección patrocinada

Nigeria

Los bronces de Benín: Treinta generaciones de artesanos convertidas en Patrimonio de la Humanidad

En una calle de Benin City (Nigeria) se esconde una de las maravillas más antiguas de Nigeria.

Bronces de Benín.
Bronces de Benín.Olamikan GbemigaAgencia AP

Solomon reposa su pierna en lo alto de un taburete. La muleta que utiliza para desplazarse languidece a su lado, aguardando al momento en que tenga que servir nuevamente de frontera entre el delicado cuerpo del nigeriano y todo el peso de la Tierra. Gracias a esa muleta de apariencia frágil, Solomon evita que el peso del mundo le arrastre consigo. El resto del tiempo descansa su pierna gotosa en el taburete. Solomon tiene sesenta años y su padre tiene ochenta, Solomon descansa la pierna y su padre se inclina sobre la mesa de trabajo mientras maneja los utensilios de grabado para dar forma al bronce como si fuera arcilla, con rapidez, casi sin pensarlo, ceñudo, enfrentándose a la tozudez del metal con el mismo empeño de los últimos cincuenta años.

Padre e hijo participan por turnos en el arte centenario de los bronces de Benín. La calle donde trabajan la habitan otros artesanos como ellos y tiendas repletas de genialidades y que aguardan al turista ocasional que vendrá para inspeccionar las figuras con ojo crítico, regateará el precio de la vida que se les ha dado y se marchará por donde vino para no volver jamás. Los turistas caen como las gotas de una estalactita milenaria, breves, apenas perceptibles, mientras que los rostros grabados en el bronce permanecen, un año tras otro, un siglo tras otro, adquiriendo una virtud de inmortalidad que se contagia de las manos de Solomon y sus antepasados.

Un vistazo a la calle Igun (Benin City, Nigeria) no da la sensación de que se trata de una calle incluida en el listado del Patrimonio de la Humanidad. No hay aceras. El asfalto no existe, es arena, mientras que los tejados de chapa contrastan furiosamente con el brillo de Versalles. Nadie diría que hace ocho siglos desde que se empezaron a fabricar piezas de bronce en esta calle. Nadie diría que los artesanos han muerto y resucitado en los dedos de sus hijos durante ocho siglos, hasta hoy.

Solomon explica los detalles de su arte. Que hace falta practicar durante años hasta dominar los distintos diseños, que diseñan con cera las figuras antes de enzarzarse en su lucha contra el metal, que las figuras sirven como objetos religiosos y objetos de decoración, que venden su arte por a locales y extranjeros. Igual que las torrenteras arrasan los caudales secos en los meses de primavera y se llevan consigo los troncos muertos y las crías desprevenidas de los ratoncitos, para luego perder fuelle y estancarse en los recodos hasta formar charcos aleatorios que perduran, filtrándose en la tierra y alimentando las raíces de los juncos, de la misma manera cruza con estrépito la riqueza en Nigeria, arrasando con todo por un breve periodo de tiempo antes de encontrar su hueco en los bolsillos de los más favorecidos y fortalecer sus fortunas. Solomon y su familia son como el lecho de esta torrentera que yace seco durante la mayor parte del año. La riqueza es para ellos una virtud fugaz y esquiva. Por esta razón no hacen ascos a la calidad del bronce que utilizan para sus creaciones.

“Nos sirve cualquier tipo de bronce, cualquiera, querido. Podemos comprar objetos que tienen bronce y los desmontamos, luego los fundimos y les damos una vida nueva. Podemos pagar a un niño para que busque en la basura y nos traiga lo que necesitamos”. Antes no era así, desde luego. El artesano asegura que “antes de los ingleses, esta calle era la más rica de la ciudad”. Y dice conocerlo porque su padre, aquí presente, hace cincuenta años que trabaja el metal, pero que antes lo trabajó su padre y el padre de su padre, y así se remonta durante treinta generaciones con la pierna apoyada en el taburete.

Los bronces que fabricaron sus ancestros ocupan ahora lugares de honor en algunos de los museos más prestigiosos de Europa. Constituyen un famoso ejemplo del expolio europeo ocurrido entre los siglos XIX y XX, que es a la vez hipócrita e insensato. Primero, porque se justificó en la idea de que los africanos no podrían cuidar de su arte, obviando en sus argumentos que llevaban haciéndolo desde el siglo XIII sin la ayuda de ningún inglés entrometido. Segundo, porque existe una curiosa contradicción entre la idea de que “en África son todo chozas de barro” mientras que los museos europeos se nutren de objetos africanos que van desde el Antiguo Egipto hasta los bronces de Benín, pasando sin vergüenza por la cerámica somalí y las máscaras rituales congoleñas.

No ha sido hasta años recientes que algunos museos británicos y alemanes han empezado a devolver los bronces de Benín a sus dueños originales, aunque no todos; reservándose para sí las mejores piezas.

Aunque todavía fabrican algunas figuras de índole religiosa, la mayoría de los bronces de Benín actuales muestran un único rostro en repetición y que ha conseguido convertirse en una suerte de emblema. La cabeza (o el rostro) de bronce de la reina Idia. Una mujer para la posteridad. Y la reina Idia trae con su historia determinados detalles que la asemejan a Isabel de Castilla. Ella también levantó un ejército para disputar los derechos dinásticos a su hermano, sólo que lo hizo para entregar la corona a su hijo, el oba (rey) Esigie. Ella también nació en el siglo XV. Ella también fue reconocida en la posteridad por su devoción al ámbito espiritual. Su rostro fue el símbolo del FESTAC del 77 y desde entonces lo representan una y otra vez los artesanos del bronce. El motivo, asegura Solomon, es sencillo: “Queremos que siempre se la recuerde”.

La calle Igun en Benin City es idéntica a cualquier otra de la ciudad. Los bronces de los siglos pasados fueron expoliados o recluidos en museos. Los bronces actuales son comprados por extraños que los llevan a sus hogares para su único disfrute. Todo es cambiante, todo se derrumba antes o después por la inercia de los años. El padre de Solomon sigue trabajando. Si el Patrimonio de la Humanidad que define a Versalles y la Alhambra viene acompañado de una sensación de pulida inmensidad, la virtud del ser humano se vuelve más pequeña y manejable en la calle Igun, incluso resulta difícil verla para el ojo desentrenado. El Patrimonio de la Humanidad que se esconde en la calle Igun es pequeño y rápido, arrugado, trabaja sin descanso mientras espera el momento de su muerte para reencarnarse en otras manos. Son las manos de Solomon y su padre, no cabe duda. Es lo único de aquí que no puede cambiarse, robarse o encerrarse en un museo.