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Campano, el pintor del no estilo

Nombre de referencia del arte contemporáneo en España, falleció en Madrid a los 70 años. El Museo Reina Sofía prepara una exposición de su obra para otoño de 2019 que mantenía muy ilusionado al artista
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Nombre de referencia del arte contemporáneo en España, falleció en Madrid a los 70 años. El Museo Reina Sofía prepara una exposición de su obra para otoño de 2019 que mantenía muy ilusionado al artista.
Su credo lo tenía marcado a fuego: «Hay dos cosas para mí insobornables: mi independencia y mis creencias libertarias». Palabras de Miguel Ángel Campano, nacido en Madrid en 1948, y uno de los nombres más sólidos de la pintura española contemporánea. Su salud maltrecha le había obligado en los últimos años a no poder enfrentarse a telas grandes. La silla de ruedas le tenía un tanto constreñido, pero no le había impedido dedicarse al oficio que había cultivado casi desde la infancia. No era el artista amigo ni amante de modas, de grupos, de corrientes. El «no estilo» que él predicaba. Nada que le atara, le sometiera, le diera un apellido que él no estaba dispuesto a llevar. Lo suyo fue andar el camino libremente, aunque pueda formar parte de un momento de ebullición y creación, a finales de los setenta, que parirá a un grupo de artistas tan dispares y al tiempo tan comunicados como Broto, Barceló, García Sevilla, Sicilia, Navarro Baldeweg (con sus diferencia de edad entre sí) y tantos más.
De José Guerrero, el gran maestro de Granada, heredó su amor por el color. Cuando se le preguntaba si se sentía dedudor de algún artista respondía: «Siempre José Guerrero, sin duda alguna», distanciándose así de Motherwell o de Reinhardt, dejando un espacio para respirar que no fuera el del expresionismo abstracto. «Le soy tributario a Guerrero que decía que el color lo es todo en pintura», escribió. Le conoció en 1974. Las masas de color de algunas de sus obras, tan guerrerianas, no dejan lugar a dudas (es el caso de «Sutra», óleo sobre cartón de 1994, a la manera de las «cerillas» del granadino, o «Brecha», de 2001, donde le tributa un claro homenaje).
Madrid quizá se le quedó pequeño o su amor hacia Francia le hizo mudarse a París en 1976, donde vivió sin ataduras su homenaje al admiradísimo Rimbaud. Ya había expuesto en Madrid, en Amadís y Egam, y en Sevilla, de la mano de Juana de Aizpuru. Los ochenta son los años de otros tributos, los de las series que pivotan alrededor de artistas como Delacroix, Cézanne o Poussin, clásico que hace suyos. Ahí están «El diluvio» (1980-1982), «La grappa» (1985-1986) y «Ruth y Booz» (1990-1992). Su relación intelectual con el país vecino hace que una estancia que estaba prevista para no más de un año se convierta en diez o doce de permanencia, tiempo durante el cual visita España, pero reside en París: «Me marginé algo del fenómeno español en sentido estricto, aunque profesionalmente volvía con frecuencia y participaba con una cierta distancia; hice numerosas exposiciones y estaba vinculado al fenómeno español, aunque vivía más como extranjero, pues residía en Francia para bien y para mal porque allí no me comía una rosca y paradójicamente en España estaba gozando de cierto prestigio, mientras en París fui un perfecto desconocido salvo en círculos muy restringidos», recoge Clara Zamora en «Epistolario de Miguel Ángel Campano».
Premio Nacional
Y así lo ponen de manifiesto las exposiciones que se suceden en Madrid, Sevilla, Valencia, Bilbao, Granada, también su primer Arco, en 1983. Disfruta de París hasta 1987, momento en que decide regresar a suelo español y se instala en Sóller, en Mallorca, una tierra acorde con sus demandas donde se siente a gusto. Individuales y colectivas se van sumando y entra en la que será una década definitiva, los noventa. A mediados recibirá el Premio Nacional de Artes Plásticas (1996) y en 1999 el Museo Reina Sofía le dedicará una exposición, cuando José Guirao, hoy ministro de Cultura, era el director del museo. Su actual responsable, Manuel Borja-Villel, lamenta inmensamente la pérdida. Hace pocas semanas fue a verle para cerrar la exposición que el museo le va a dedicar en el otoño de 2019 «y que él, por desgracia, ya no podrá ver. Estaba muy ilusionado, con ganas. No le había abandonado esa retranca suya, ese particular sentido del humor. ''Os doy la cita para verme, pero si no me traéis dos paquetes de Camel no hay nada que hacer'', nos decía». En esa exposición no se repasará su carrera de una manera lineal, «sino que se podrá transitar por sus distintas etapas, las de las vocales y grafismos, las del color», explica Borja-Villel, quien tiene claro que «vamos a trabajar sobre aquellos puntos que le hicieron ser un gran pintor: supo solucionar la falsa dicotomía entre figuración y abstracción y fue, además y ante todo, un sabio de la pintura, que era capaz de verla y que interpretaba el mundo a través de ella». «Es su manera de reflexionar sobre la pintura lo que le hacía tradicional en el sentido de mirar la historia del arte. Y esa misma manera de examinarla es lo que le hacía ser contemporáneo», explica y añade que «fue un trabajador incansable que dio una visión distinta del arte español».

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