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Cataluña, la tierra de las independencias efímeras

El discurso de Carles Puigdemont pasará a la Historia como el anuncio de la nación más corta jamás conocida. Apenas duró ocho segundos, lo suficiente para sumarse a una tradición de fugacidad: días, en 1640; horas, en los siglos XIX y XX; y, ahora, un par de pestañeos.
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El discurso de Carles Puigdemont pasará a la Historia como el anuncio de la nación más corta jamás conocida. Apenas duró ocho segundos, lo suficiente para sumarse a una tradición de fugacidad: días, en 1640; horas, en los siglos XIX y XX; y, ahora, un par de pestañeos.
Con las dudas todavía en el aire sobre si Carles Puigdemont proclamó o no la independencia el pasado martes, lo que es un hecho incuestionable es su ambigüedad: sí, pero no. En caso afirmativo, su discurso en el Parlament pasará a la Historia como el anuncio de la nación más corta jamás conocida. Apenas duró ocho segundos, lo suficiente para sumarse a una tradición de fugacidad: días, en 1640; horas, en los siglos XIX y XX; y, ahora, un par de pestañeos.
La República de los seis días
La Iglesia, los municipios y la oligarquía catalanas alentaron la revuelta de los segadors en mayo de 1640. El motivo era el coste social y económico del alojamiento de los Tercios españoles en Cataluña desde 1635 con motivo de la Guerra de los Treinta Años. El clero llamó a los segadors «Exèrcit Christià» y la oligarquía catalana aprovechó la revuelta para romper la «Unión de Armas» del conde duque de Olivares, por la que todos los reinos contribuían por igual al esfuerzo militar y fiscal.
El 7 de junio los segadors entraron en Barcelona con la excusa de liberar a Tamarit, diputado militar de la Diputación, opuesto a la presencia de los Tercios, y asesinaron al virrey conde de Santa Coloma, a miembros de la Audiencia y a casi una veintena de funcionarios. El mal gobierno de Olivares provocó también revueltas en Castilla, Aragón y Andalucía. La crisis de la monarquía fue aprovechada por las autoridades catalanas, y el 17 de enero de 1641, el abate Pau Claris, al frente de la Diputación del General, proclamó la República catalana independiente. Casi de forma inmediata, Claris se dio cuenta de que no gobernaba el país: la revolución social era incontrolable y amenazaba sus instituciones.
Los segadors habían iniciado una revolución social: atacaron a los propietarios rurales, altos cargos de la Generalitat, gente adinerada y quemaron escrituras notariales. Un parte de la nobleza y de la burguesía huyó a Madrid, Mallorca o Italia. El pánico provocó que la Diputación de Claris nombrara Conde de Barcelona a Luis XIII para sofocar la rebelión. La experiencia republicana duró siete días. Entonces, en los púlpitos y en las publicaciones se habló de la unidad de sangre entre franceses y catalanes. Luis XIII era el «legitim descendent» de una nobleza catalana. La guerra contra los sarracenos les había unido en Europa y en Tierra Santa, lo que les diferenciaba de los castellanos que eran peores que «els moros africans».
Los elogios a los franceses fueron dejando sitio a las críticas al comportamiento de las tropas y de sus autoridades. Así, cuando se reincorporaron a la monarquía hispánica en 1652, los propagandistas catalanes recurrieron a la imagen del hijo pródigo –Cataluña– que volvía a su verdadero hogar –España–. A partir de entonces, la oligarquía catalana optó por colaborar con la Monarquía hispánica.
En 1873, ni a la de tres
El primer presidente de la República de 1873 fue el catalán Estanislao Figueras, elegido el 11 de febrero. Al día siguiente, el vacío de poder y el desconcierto provocado por la guerra contra los carlistas, levantados en armas el año anterior, favoreció el que la Diputación de Barcelona, dirigida por federales, intentara la proclamación del Estado catalán dentro de la federación española. Gaminde, capitán general de Cataluña, contuvo a los exaltados, pero renunció a su cargo por discrepancias con el gobierno. Así, el 21 de febrero, las tropas desfilaron por Barcelona luciendo no el ros reglamentario, sino barretinas. Los soldados eran dirigidos por los sargentos, en una de las típicas revueltas de los suboficiales que sufrió el ejército durante el siglo XIX. Los uniformados iban gritando: «¡Abajo los galones! ¡Que bailen!». No querían ir al frente contra los carlistas y era más fácil hacer la revolución. Los federales salieron al balcón de la Diputación para que se proclamara la «Convención del Estado federal de Cataluña». Reunidos los diputados en el salón de San Jorge empezaron a llegar los telegramas de Figueras y Pi y Margall, ministro de la Gobernación. Pedían moderación y paciencia, indicando que pronto se convocarían elecciones a Cortes constituyentes y se realizaría la federación del país. Sin embargo, la revuelta social ya se había instalado.
Los socialistas de Baldomero Lostau e internacionalistas llegados de la Comuna de París de 1871 vieron la oportunidad de repetir aquella revolución francesa en España. Unidos a los federales intransigentes, muchos de ellos ex diputados, el 9 de marzo de 1873 tomaron el Ayuntamiento e izaron en su fachada la bandera roja para proclamar el Estado catalán. Pi y Margall fue avisado por el Presidente de la Diputación vía telegráfica a las cinco de la mañana. El ministro telegrafió a los sublevados, quienes contestaron que no había marcha atrás. Pi ordenó aislar Barcelona, militarizar las provincias limítrofes, y envió allí a Figueras. El Presidente de la República consiguió que el 10 de marzo cesara el Estado Catalán a cambio de contraprestaciones políticas, y de la licencia de las tropas del ejército en Cataluña. El gobierno quiso ganar tiempo hasta las Constituyentes, pero la región quedó en manos de los federales y del desorden.
A golpes en la Segunda República
En agosto de 1930, republicanos y catalanistas firmaron el Pacto de Sebastián. El plan era aprovechar la debilidad de la monarquía para nombrar un Gobierno provisional que proclamara la República y convocara Cortes constituyentes, donde tendrían Estatuto de Autonomía aquellas regiones que expresaran ese deseo. La oportunidad para efectuar el plan fueron las elecciones municipales del 12 de abril de 1931. Dos días después, Companys salió al balcón del ayuntamiento de Barcelona para proclamar la República en España, no el Estado catalán. Francesc Macià, líder de ERC, rectificó a Companys esa misma tarde, a quien sustituyó en la alcaldía por un separatista, y proclamó la «República catalana en la Federación ibérica».
El Gobierno Provisional negoció la retirada de la declaración a cambio de un Estatuto previo a la Constitución. Esto condicionó el desarrollo del régimen. Azaña creyó encontrar una fórmula para satisfacer a los nacionalistas, que Ortega, más sabio, crítico y pesimista, tildó de «convellancia». Companys heredó de Macià una ERC muy dividida, y quiso recuperar la unidad señalando a un enemigo común: el gobierno de la derecha. Presentó una Ley de Contratos de Cultivo que fue derogada por el tribunal. Companys dijo que aquello era un ataque a Cataluña e inició el proceso al golpe de Estado y nombró a Josep Dencàs consejero de Gobernación, quien organizó a los Mossos d’Esquadra y al Somatén a modo de un «ejército catalán». Finalmente, Companys se sumó a socialistas y republicanos de izquierdas a la revolución. La excusa fue la inclusión en el gobierno de miembros de la CEDA: dijeron que era una «traición» a la República, la Prensa y las radios adictas llamaron a la insurrección, y se organizó una huelga general para el 5 de octubre. El 6, las fuerzas de Dencàs parecía que habían tomado Barcelona. Companys reunió al Govern, muy dividido entre independentistas y autonomistas, proclamó el «Estado catalán en la federación española» y dijo que rompía toda relación con las «instituciones falseadas». Lerroux ordenó a Batet, capitán general de Cataluña, que acabara con todo aquello. Ese Estado duró diez horas, mucho más que los ocho segundos de la República independiente proclamada por Puigdemont.