Literatura

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Charles Baudelaire: «Odio a los belgas»

Charles Baudelaire: «Odio a los belgas»
Charles Baudelaire: «Odio a los belgas»larazon

Como todo gran poeta, y además escritor controvertido en su momento y de malditismo legendario, Charles Baudelaire se mantiene vivo en las librerías y estudios literarios. Hace dos años la editorial Libros del Zorro Rojo publicaba «Las flores del mal. Los poemas prohibidos», entre los que se incluían seis composiciones por las que tuvo que pagar una multa de trescientos marcos. Según el juez, los versos conducían «a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor»; todo ello en un libro trufado, a juicio del magistrado, de «pasajes o expresiones obscenas e inmorales». En el mismo año, aparecía otro preciado volumen que reunía «Dibujos y fragmentos póstumos» (editorial Sexto Piso) tanto publicados en su día, póstumamente o pertenecientes a colecciones privadas; anotaciones que, por su misma naturaleza y circunstancias, estaban desordenadas, con correcciones y a veces con frases repetitivas.

A ese Baudelaire fragmentario rescatado de su mesa de trabajo se le añade ahora un sorprendente y extenso libro, totalmente inédito en español, «Pobre Bélgica» (Valparaíso Ediciones), sin duda la obra más extravagante y llena de ira que firmó el autor parisiense, conservada en la Biblioteca Spoelberch de Lovenjoul, en Chantilly. Se publicó por vez primera en 1952 a partir del hallazgo de una serie de carpetas que incluían tres capítulos y veinticinco piezas poéticas que, gracias a la labor de Pablo M. López Martínez y Marie-Ange Sánchez, ven la luz en nuestra lengua. En la introducción, los especialistas explican cómo Baudelaire concibió la idea de dedicarle un puñado de agravios al país al que había llegado en abril de 1864 y en el que se quedaría hasta julio de 1866 (volvería a París después de un ataque cerebral y moriría el 1 de septiembre). Y todo tiene un aroma de venganza y frustración.

Baudelaire había acudido a su país vecino con la ilusión de realizar un ciclo de conferencias sobre arte y literatura y encontrar un editor para sus obras completas. Pero todo fue desastroso: apenas nadie fue a escucharle hablar de Delacroix y Théophile Gautier, y no surgió una editorial interesada en sus escritos. De este modo, dicen los traductores, «el estrepitoso fracaso de sus conferencias, la enfermedad y las tremendas decepciones editoriales enjugadas en dicho país pudieron contar con el deseo de hacer una crítica despiadada, y terriblemente desproporcionada, del pueblo belga, en el que todo era para el autor objeto de escarnio: su lengua, su rey, su cocina, su falta de modales e incluso una grotesca propensión a la imitación de los vicios del vecino francés».

Línea tras línea, Baudelaire se despacha a gusto: «En Bélgica no hay arte; el arte se ha retirado del país», un país que retrata presa del «gusto nacional por lo abyecto»; «Aquí sólo hay ateos o supersticiosos» y «¿En qué escalón de la especia humana, o de la simiesca, se debe colocar a un belga?»; «Las mujeres no pueden bailar porque les han salido nudos en la cabeza del fémur. Las piernas de las mujeres son palos ajustados a sendas tablas» y «¡Los hombres! ¡Oh! ¡Caricatura de Francia!». El caudal de insultos y desprecios no tiene límite y aborda hasta los más indefensos: «La niñez, bonita en casi todas partes, es aquí repelente, tiñosa, sarnosa, mugrienta y llena de mierda»; y lo remata de este modo: «Hay que ver los barrios pobres, y ver a los niños desnudos revolcarse en los excrementos. Sin embargo, no creo que se los coman». Por supuesto, los belgas, ya sean valones o flamencos, son, para la ácida pluma de Baudelaire, perezosos y fáciles de conquistar y domesticar; en definitiva, un «pueblo inepto, en sus alegrías y aspiraciones».

Pero la pregunta ante la aparición de esta obra sin parangón del autor de «Las flores del mal» sería a qué se debe esta agresividad desmedida por Bélgica. ¿Rabia por verse enfermo, por la muerte cercana, como temía que le sucediera, tal como le contaba a su madre por carta en aquellos mismos días en que redactaba sus invectivas? ¿Producto de la «histeria» que le diagnosticó un médico? ¿Complejo de superioridad de quien estaba fuera de una patria a la que quería volver gloriosamente? Tal cosa, tan imposible de saber como fácil de intuir a poco que se conozcan las crisis que asolaron esta alma genial y doliente: estandarte de la más grande y provocadora belleza poética y, ahora, también de la más asombrosa infamia dirigida indiscriminadamente a toda una nación.