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Al cielo del Wizink desde la estación de Francia

Hace 53 años, Sabina abandonó España por amor y para burlar la ley. Tenía 21 años y el porvenir era un afilado signo de interrogación. Anoche, sentado, puso en pie a Madrid, que desde hace más de tres décadas lo saluda como su más certero cronista
Concierto de Joaquin Sabina en el WiZink Center de Madrid. David Jar
Concierto de Joaquin Sabina en el WiZink Center de Madrid. David JarDavid JarPHOTOGRAPHERS
La Razón
  • Javier Menéndez Flores

    Javier Menéndez Flores

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Hay momentos decisivos, instantes que definen una vida. Aquello del camino que se bifurca y si eliges un ramal alcanzarás la gloria y si escoges el otro no llegarás a parte alguna. La estación de Francia, en Barcelona, fue una moneda al aire para Joaquín Sabina. Ese estar al borde de un precipicio con un río abajo –muy abajo– y los enemigos detrás, ya casi encima de ti, y o saltas y que sea lo que Dios y el diablo quieran, o te agarran y estás perdido. Y él saltó, claro. Y lo recibió un abrazo de agua. Y nadó, nadó con furia, y alcanzó la orilla. Sumaba veintiún años, la boina todavía se le adivinaba con un simple vistazo y el porvenir era un afilado signo de interrogación. Pero nunca hubo un chaval con tanta hambre y tantísima sed. Tenía, en fin, toda la mala vida por delante.
Sabina –que entonces era más Martínez que Sabina– dejaba España, con destino al Reino Unido, por amor y para burlar la ley, y con esos dos ingredientes se puede escribir la mejor novela del mundo. O el mejor disco. La fama llegó tres lustros más tarde, como una lluvia violenta que ya jamás amainaría. Pero en ese lapso de tiempo se dedicó a lo que deberíamos dedicarnos todos cada segundo de nuestra existencia: a ser «asquerosamente» feliz.
Anoche volvió a Madrid, su casa, al Wizink Center, donde hace tres años casi sale con los pies por delante. Y sin necesidad de levantar su párvulo culo de un taburete, venció. Pero de la crónica del concierto ya se ha ocupado para este mismo diario, y con solvencia, Ulises Fuente, yo estoy aquí para otra cosa. Para hablar del muchacho que escapa de la infancia en la estación de Francia. Del Londres de los primeros conciertos y los hospitales sórdidos y los lazos con Latinoamérica y las muchachas luminosas. De aquella Mallorca con olor a imprenta y sobredosis de noches bajo una luna llamada Lucía. Y del infinito Madrid, su territorio mítico, su universo. Esa tierra de promisión con atascos a deshoras y el negocio de tu vida a la vuelta de cada esquina.
Cómo han ido cayendo los años, Joaquín, qué bárbaro. Y han ido dejando atrás, sin solución, rostros, nombres, familiares, amigos, enemigos, negocios, sueños. Y con todo ese equipaje, con toda esa biografía, con toda esa vida y esa muerte has construido canciones magníficas, inmortales, musculadas de rebeldía y disidencia, de coraje. Una torre de melodías y palabras escritas con muy buena letra que resistirá en pie por muy mal dadas que vengan.
Y resulta que, a pesar de todo, de tanto, la vida tal vez se pueda resumir en unas pocas instantáneas: aquel gallinero mágico con el abuelo Ramón. Aquella chica a la que, en la oscuridad de un cine de verano, deseabas con cada gramo de tu alma. Aquella llave de una pensión de Granada. Aquellos ojos, los de tu padre, que desde la cama de un hospital te miraban sin verte. Aquella risa musical de dos niñas que llevaban tu sangre. Aquella mujer amada que enmudeció de pronto y para siempre. Aquel día en el que volviste a dar el «sí, quiero».
Anoche, en un Wizink lleno y soleado por causa de la luz que despedían unas canciones que son más nuestras que de aquel que las creó, porque con ellas nos hemos emocionado hasta el llanto, al único al que le preocupaba si iba a cantar bien era al propio Sabina. El público se conformaba con que aguantase la duración prevista y no tuviera que abortar el concierto por una afonía, un traspié o cualquier otro castigo de los dioses. Pero es que, encima, la voz le funcionó. Y triunfó sin necesidad de levantarse, porque incluso sentado es un incendio. El talento y la leyenda tienen eso, que sólo hace falta pisar el escenario y mirar a los ojos a cada una de las 15.000 personas que te aclaman y decirles «va por ti». Madrid es mucho más Madrid desde que Sabina lo canta, y por eso sus habitantes, que son de todas partes, lo aplauden como sólo se hace ante los monumentos que respiran.
Qué alegría que hayas vuelto, Joaquín. Qué bien te vi. Tan joven y tan añejo, like a rolling stone.