Crítica de «Un escándalo de estado»: Inocentes con las manos sucias ★★★★
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Afirma Thierry de Peretti que ha intentado filmar el París de «Un escándalo de Estado» bajo la idea de circulación. Esa idea se contagia al conjunto de la película: la información pasa de un espacio a otro, de un tiempo a otro, de un personaje a otro, con una rapidez mercurial, a veces sometida a las marcas de una línea cronológica para luego liberarse de ellas con elipsis bruscas y desconcertantes. Si es un filme que circula, lo es gracias a la palabra, a cómo el relato oral –estamos en el terreno de la ficción basada en hechos reales, contada por un personaje al que tenemos que creer, al que elegimos como jefe de equipo– modela los hechos para que resulten verosímiles, aunque nunca estemos seguros de si los detalles son del todo ciertos. Es en la figura de Hubert Antoine (excelente Roschdy Zem), infiltrado de la Oficina Central contra el Narcotráfico francesa, donde la película encuentra, en ese sentido, su inestable centro de gravedad. Después de la incautación por parte de los agentes de aduanas de siete toneladas de cannabis en pleno centro de París, Hubert decide hablar. Su torrencial confesión a Stéphane, periodista de «Libération», construye el esquema dramático de la película, además de conferirle su latido emocional, porque esta es la historia de una amistad masculina que se forja en habitaciones y despachos, traficando con una confianza mutua que resiste firme a pesar de ataques, presiones, tambaleos y cambios de humor.
El título no puede ser más claro. Esta es una investigación sobre un escándalo de Estado. Al principio puede parecer que Thierry de Peretti recurrirá a los modos del «polar», abandonándolos velozmente por las formas secas del thriller político americano de los setenta. Pero incluso en aquellas había una búsqueda del suspense que De Peretti sacrifica por la descripción fría y procedimental, centrada en la tenebrosa red de poder y corrupción que se extiende detrás de la oficina dirigida por Jacques Billard (Vincent Lindon). La telaraña tejida es enorme, y se extiende desde los GAL hasta los cárteles de narcotráfico mexicano. Es posible que el espectador espere que la denuncia de este escándalo destruya los cimientos del Estado francés, pero estamos lejos del cine de denuncia. A De Peretti le interesa cómo se construye un discurso de David contra Goliat en la intimidad, y como mucho, en las reuniones de redacción de un periódico, pero las altas esferas le quedan lejos (con excepción de una estupenda escena con Valeria Bruni-Tedeschi y una secuencia en una sala de tribunales casi anticlimática), las consecuencias del relato anticorrupción están fuera de su alcance. Así las cosas, es admirable que el realismo informativo de la puesta en escena desoiga las expectativas del público para ceñirse a lo que cuenta Hubert y a su relación con Stéphane, y al libro que se edita a partir de su colaboración, que parece un punto y final pero no lo es: es un presente que sigue formándose alrededor de un París que se está recuperando de los atentados del Bataclán para descubrir que los que mandan tienen las manos sucias.