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Harry Styles, ¿macho alfa de la era del simulacro?

El cantante británico protagoniza «No te preocupes, querida», cinta de Olivia Wilde
El cantante Harry Styles presentó ayer en Venecia «No te preocupes, querida», cinta que protagoniza
Vianney Le CaerVianney Le Caer/Invision/AP
La Razón
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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Que Harry Styles, uno de los ídolos de la generación Z y príncipe de Dinamarca de la iconosfera de TikTok, protagonice una película sobre la era del simulacro, «No te preocupes, querida», tiene todo el sentido del mundo. Tal vez resulte más chocante que quien ha coqueteado con la estética «queer» en sus estilismos interprete a uno de esos machos-alfa de la América de los 50, un «Mad Men» que prefiere tener a su mujer en casa y con la pata quebrada a permitirle hacer preguntas incómodas.
También es significativo que si la segunda película de Olivia Wilde, estrenada fuera de concurso en la Mostra veneciana, presenta un universo confinado, perfecto en su recreación de una sociedad de consumo que elimina toda disidencia, el fuera de campo extracinematográfico del filme represente con tanta fidelidad el modo en que la cultura popular contemporánea se nutre de rumores, cotilleos y cancelaciones que predisponen al público a tener una opinión formada antes de ver el producto final. Paradojas de la industria: en la rueda de prensa de una película que, como dijo Olivia Wilde, está interesada en denunciar la idea de nostalgia promovida por el «Make America great again», o lo que es lo mismo, en cuestionar el sistema, se esquivaron las preguntas sobre la polémica de Shia LaBeouf (que contradijo en una declaración pública que Wilde lo había despedido del rodaje) o se explicó la ausencia de Florence Pugh (que solo apareció en la alfombra roja) con una versión oficial que huele a excusa barata (los rifirrafes de Pugh con Wilde, empezando porque ha cobrado menos que Styles, vuelan por la red). Las disidencias, solo para la ficción.
Contradicciones aparte, «No te preocupes, querida» presenta una distopía muy afín a la paranoia post-11S que atraviesa cierto cine fantástico norteamericano de los últimos veinte años. Wilde ha hecho bien los deberes, aunque sus ideas no son precisamente nuevas: con «El show de Truman» y «Matrix» como modelos universales, y retazos de «El bosque», «Déjame salir» y «Las mujeres perfectas» en la recámara, su única aportación al género es haber insistido en el sesgo feminista de su discurso. Si Alice (Pugh, tan estupenda como de costumbre) despierta progresivamente de su pesadilla de ama de casa de anuncio de electrodomésticos es para reivindicar la vida que se merece, que no es otra que la que la independiza de la cultura del patriarcado. Wilde invierte más energía en subrayar la artificiosidad de esa cultura –el perfecto acabado de jardines y piscinas; los colores del vestuario; los cócteles para desayunar, comer y cenar; la carne humeante después del beso de bienvenida: esa América que tenía miedo de la amenaza nuclear y de la invasión comunista de la era Eisenhower, protagonista de los mejores episodios de la «Dimensión desconocida»–, que en pulir los pormenores del guion, algo descuidado en su tramo final. Es decir, los flecos de verosimilitud de su Constitución distópica le importan menos que divulgar su tesis, por muy clara que esta resulte desde los primeros minutos de metraje.

El orgullo masculino

Tal vez por ello se agradece tanto una película como «Almas en pena en Inisherin», el último largo de Martin McDonagh después del éxito de «Tres anuncios en las afueras», que también concursó en Venecia. A veces el sentido de la parábola sobre la amistad y la soledad –o sobre la desesperación ciega por conectar con el otro– que plantea McDonagh es esquiva, tanto como lo puede ser una obra de Harold Pinter o Samuel Beckett, pero podríamos llegar a una conclusión: si Wilde hablaba de los pecados veniales de la cultura del patriarcado, McDonagh habla de la estupidez del orgullo masculino.
Adapta la tercera obra de su «Trilogía de las Islas de Adán» para contar una historia que empieza con la ligereza de un cuento «folk» y acaba en las tinieblas de una película de venganza. Entre un buen hombre que no tiene nada que decir (espléndido Colin Farrell) y un anacoreta que decide callar y componer (Brendan Gleeson), McDonagh contempla, con humor y crueldad, la resaca de la ruptura de un fuerte vínculo, siempre con la guerra civil irlandesa de fondo, y aprovecha para pintar un precioso, agudo y colorido retrato de comunidad rural, que habría aplaudido el John Ford de «El hombre tranquilo».
Duelo a la japonesa
En «Love Life», Kôji Fukada no habla tanto del duelo como de la forma de afrontarlo. De la culpa al bloqueo emocional, una pareja intenta lidiar con la pérdida repentina de su hijo. El director japonés separa los caminos de marido y mujer para que los encuentros con sus respectivos ex les hagan tomar conciencia de su nuevo lugar. Lo más estimulante del filme es su imprevisibilidad, causada mayormente por la irrupción de un personaje –el exmarido de ella, coreano expatriado y sin hogar, sordomudo y padre biológico del niño– que proyecta la trama hacia lugares insospechados. Lo que podría ser un melodrama convencional se transforma en una película libre, guiada en todo momento por la impulsividad. Va siendo hora de recuperar la obra anterior de Fukada, inédita en las salas españolas.