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Sean Penn y Bardem, el ego por los suelos

Cannes abuchea «The Last Face», en la que el español comparte cartel con Charlize Theron en el papel de cooperantes humanitarios

La actriz sudafricana Charlize Theron, la actriz francesa Adele Exarchopoulos y el actor español, Javier Bardem, posan durante el pase gráfico de la película "The Last Face"
La actriz sudafricana Charlize Theron, la actriz francesa Adele Exarchopoulos y el actor español, Javier Bardem, posan durante el pase gráfico de la película "The Last Face"larazon

Cannes abuchea «The Last Face», en la que el español comparte cartel con Charlize Theron en el papel de cooperantes humanitarios

No hay nada peor que un actor de Hollywood con conciencia social. En sí misma, la idea es una aberración: ¿cómo combinan los aviones privados con la ayuda humanitaria, los hoteles de cinco estrellas con la toma de postura política a favor de los maltratados por la vida? Es un debate muy proclive a la demagogia, porque todos sabemos que la visibilidad de una estrella puede hacer que guerras y hambrunas salten a la primera página de los periódicos, pero... Ese dilema moral palpita en la lamentable «The Last Face», que ha recibido los silbidos más sonoros de todo Cannes. Sean Penn, su director, los encajó con cara de póker y, cómo no, aprovechando la ocasión para meterse con Donald Trump.

El arranque de «The Last Face» pone los pelos de punta o, peor aún, provoca estruendosas carcajadas. Por unos minutos, da la impresión de que Penn se está vengando de Terrence Malick por haberle condenado a pasear entre edificios de cristal en «El árbol de la vida». Ese tono poético pero relamido, que ni el propio Malick ha sabido controlar en sus últimos filmes, se filtra por las imágenes de una historia de amor condenada al fracaso: la de Charlize Theron y Javier Bardem, dos médicos y cooperantes humanitarios. La una se comporta como si hubiera descubierto el drama de los refugiados y el horror de la guerra en África occidental después de salir de un «resort» para turistas adinerados; el otro es un cliché bípedo, un huérfano criado en la transición democrática española (sic) que prefiere salvar vidas y arriesgar la suya a acatar los programas de ayuda oficial de las Naciones Unidas.

Ya lo dijo Javier Bardem, presente en la sala: «Para mí los héroes son las personas que se las arreglan para sacar adelante a sus familias con un salario mínimo o en paro». Y añadió: «Siento una admiración profunda por la gente que se deja la vida por los demás». Difícil no compartir su opinión, pero la película, con una frivolidad sonrojante, se atreve a poner al mismo nivel un romance de novela rosa y el sufrimiento de las víctimas de la guerra. Penn debería ver «Beasts of No Nation», de Cary Fukunaga, para entender que el material con que trabaja es alérgico al azúcar.

- «Vender» películas

El actor, que hace unos días declaraba a «The Financial Times» que en Hollywood se preocupan más de vender películas que de hacerlas, encarna el conflicto ético de su heroína. Theron es su alter ego en la pantalla. Las visitas de Penn a Irak antes de la guerra y sus viajes a pie de desastre para apoyar a las víctimas del Katrina y el terremoto de Haití, demuestran su compromiso con la realidad de los más desfavorecidos. «The Last Face» es, afirmó, «un gesto de generosidad a toda la gente que está sufriendo en el mundo por motivos políticos». Pero las buenas intenciones no le convierten en un buen cineasta. Y el hecho de que se haya autoadjudicado el papel de portavoz de causas humanitarias –con parada y fonda en su cuestionable encuentro con el Chapo mexicano– no hace sino reforzar la idea de que tiene un ego como una catedral, aunque le guste negarlo. «El mayor reto era dejar de lado el ego. Y estar rodeado de gente humilde durante el rodaje me ha ayudado a lograrlo». Ya.

A vueltas con la egolatría, llegó Nicolas Winding Refn con «The Neon Demon» entre las piernas. Guerrero estaba: en la rueda de prensa se metió con Lars von Trier (le acusó de haber consumido demasiadas drogas y de intentar acostarse con su mujer), se comparó con los Sex Pistols y trató con displicencia a los que habían abucheado su película, que no fueron pocos. Y es que lo peor que le podría haber pasado al cineasta danés es que le dieran el premio al mejor director por «Drive» en 2011. Este crítico no conoce ningún precedente de alguien que se atreva, durante los créditos, a firmarlos como NWR, como si del logo de Dolce & Gabbana se tratara. Sí, es un guiño al mundo de la moda en que se desarrolla, es un decir, la acción del filme, pero también ilustra el narcisismo cósmico de un pedante que quiere vender como formalista deconstrucción del cine de terror «teenager» (¿) lo que no es más que «trash» de alta costura.

Jesse (Elle Fanning) es una adolescente huérfana que llega a Los Ángeles para abrirse camino en la jungla de las «top model». Lo que se encontrará es el infierno de Dante pasado por una mala digestión de David Lynch y Dario Argento. El trabajo con el color, con la abstracción de los espacios y con una exasperante dilatación del «tempo» narrativo es incapaz de ocultar que la propuesta de Winding Refn, que quiere «épater les bourgeois» con escenas de necrofilia lésbica y canibalismo ocular que llegan cuando el espectador está cansado de esperar, está demasiado enamorada de sí misma para elaborar un discurso coherente sobre casi nada.

Hay un momento en la película en que el diseñador de moda que interpreta Alessandro Nivola se parte el pecho hablando de la belleza interior. Según él, lo único que importa es, claro, la belleza externa. Y ese comentario, que subraya la condición perturbadoramente epidérmica del mundo en que vivimos, responde a la perfección al ideario sexista y superficial de una película que habría funcionado mejor como «exploitation» gore que como sátira de autor. ¡Ay, si la hubiera escrito Easton Ellis!

El último suspiro de Luis XIV

El mismo día en que el gallego Oliver Laxe ganaba el Gran Premio de la Semana de la Crítica por «Mimosas», el catalán Albert Serra (en la imagen) presentaba, fuera de concurso y con ovación incluida, «La mort de Louis XIV», protagonizada por Jean-Pierre Léaud. El director de «Honor de cavalleria» recoge el testigo del Rossellini de «La toma de poder de Luis XIV» para humanizar al rey Sol escuchando con estetoscopio su último suspiro, postrado en su habitación, con una pierna gangrenada. No salimos del dormitorio, y la sensación de tiempo real, abrazado a las sábanas, desdramatiza la muerte y, por tanto, desviste al poder de su boato. La fiel y rigurosa reconstrucción histórica de la agonía del rey se complementa, como siempre en Serra, con una deconstrucción del mito, que aquí es doble: el del monarca que afirmó «El Estado soy yo» y el de Léaud, que encarna el cine moderno. La imperativa mirada a cámara del actor francés a ritmo del «Réquiem» de Mozart evoca en el espectador otra mirada a cámara, la que cerró, cuando era adolescente, «Los 400 golpes». Es una manera muy hermosa de poner al mismo nivel la Historia y la leyenda, o la vida y el cine.