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David Lynch, otro sueño eterno

Atrás queda la carrera de un director de cine que también fue artista plástico o meteorólogo aficionado, así como creador de las formas más radicales e insobornables de los últimos cincuenta años
David Lynch, otro sueño eterno
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Sergi Sánchez
  • Sergi Sánchez

    Sergi Sánchez

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«Creo que las ideas existen fuera de sí mismas. Creo que, en algún lugar, están conectadas, en una tierra abstracta. Pero, entre aquí y allí, las ideas existen». Si hay cineasta que haya habitado ese limbo, que se haya paseado entre las nubes del alma y el sueño, ese es David Lynch, que ayer murió a los 78 años de edad, después de que millones de cigarrillos y un enfisema pulmonar acabaran con su capacidad de fabular. Atrás queda la carrera de un director de cine que también fue artista plástico, músico, actor y meteorólogo aficionado, además de uno de los creadores de formas más radicales e insobornables de los últimos cincuenta años.
Su filmografía puede resumirse con la imborrable secuencia inaugural de una de sus obras maestras, «Terciopelo azul»: debajo de la luz celestial del «american way of life», bañando el césped recién cortado de los suburbios perfectos, bullía un oscuro mundo de rabia y violencia, dos insectos luchando a vida o muerte. Cuando, en esa película, la cámara viajaba al interior de una oreja cortada, el espectador nunca sabía qué iba a encontrarse al otro lado del túnel: tal vez un aventurero poniendo en peligro su inocencia, una galería de personajes excéntricos y la construcción de un imaginario de una plasticidad entre irónica y onírica, que le convirtió en príncipe de los cineastas posmodernos con películas como «Corazón salvaje» (Palma de Oro en Cannes, 1990) y en rey de la ficción televisiva con «Twin Peaks». Sus detractores nunca supieron ver detrás del impactante surrealismo de sus imágenes –empezando por el bebé cordero de su extraordinaria ópera prima, «Cabeza borradora», pasando por los gusanos de arena de «Dune» y acabando por el cubo de las torturas de «Twin Peaks: el regreso» –al gran humanista que escondían películas como «El hombre elefante» o «Una historia verdadera». En lo que conocemos como lynchiano no solo había espacio para lo siniestro o lo extravagante sino también para la compasión y el afecto mutuo. Pocas secuencias más emotivas que el suave suicidio de John Merrick al recostar su cabeza sobre una almohada o el reencuentro de Alvin con su hermano después de atravesar media América montado en una segadora.
Frente al generoso clasicismo de esos títulos, rugía el Lynch ferozmente experimental. El cineasta que no dudaba en romper en pedazos, asimétricos o especulares, películas como «Carretera perdida» o «Mulholand Drive», que desafiaban por completo las expectativas narrativas del espectador. El cineasta que descubrió tardíamente el digital en «Inland Empire», pero que lo exprimió construyendo el más fascinante jardín de senderos que se bifurcan que Borges pudiera haber imaginado. El cineasta que decidió dar un golpe en la mesa con «Twin Peaks: el regreso» y liquidar la ficción televisiva de plataformas con una serie que, en su lúdico devenir de multiversos y digresiones, llevó el audiovisual de vanguardia a millones de hogares (imposible olvidar el impacto que provocó su octavo episodio, pura historia de la televisión). El cineasta que quiso ser la Dorothy de «El mago de Oz», una de sus películas favoritas, para andar a saltos por el camino de baldosas amarillas sin mirar atrás, con una colilla colgando de la comisura de los labios.