Deseo en estado puro
Alos japoneses les encanta tanto la España flamenca como a los españoles el sushi. La idea del torero y las corridas les resulta tan sugerente que apareció poéticamente en el título de la película más transgresora del director japonés Nagisa Ôshima: «Ai no korîda». El título francés, «El imperio de los sentidos», referencia al «L'Empire de signes», de Barthes, se utilizó para su exhibición comercial. Transgresión es el término exacto que explica el porqué de las más polémicas películas de los años 70, «Le dernier tango à París» (1972), «Il fiori delle mille e una notte» (1974) y «L'Empire des sens» (1976), filmes donde saltan todas las alarmas y los tabúes sexuales. La contracultura se va convirtiendo en el discurso intelectual dominante, aunque el rollo marxista sobreviva como un resto cultural.
Finiquitada la contestación política, tras el mayo del 68, la revolución sexual se configura, teóricamente, a partir de la función del orgasmo de Wilhelm Reich, el deseo sadiano analizado por Barthes y el sujeto del deseo lacaniano. Sólo había que unir culturalmente la línea de puntos para que el diseño posmoderno se manifestara en su enormidad fenoménica.
Al fin y al cabo, el filme de Nagisa Ôshima era una variante del típico melodrama japonés «Shochiku». Las diferencias de clase eran sustituidas por el encuentro entre Eros y Thánatos, el placer y la muerte, que tanto juego dieron a los teóricos freudomarxistas, apabullados ante la magnitud de la tragedia amorosa y las relaciones de poder entre el Amo Kichi y la camarera Sada –femenino de Sade–, correlato de la relación hegeliana entre el amo y el esclavo, vulgarmente conocida como sadomasoquista. Pues lo que comenzaba como ligue pasaba a convertirse en una obsesión amorosa delirante y terminaba como una corrida de amor con la muerte del torero y su castración. La metáfora trágica del matador.
Ahí aparecían los tres elementos de la transgresión del amor sublime posmoderno: sexo, política y violencia, esenciales para compendiar todas las variantes del kistsch casi porno que sacudió la conciencia de la clase media de los años 70. El sexo era todavía un tabú inaceptable, que se manifestaba con explícita violencia en el arte ante la prohibición de la pornografía.
Este cine, etiquetado como de «arte y ensayo», unía de forma efímera la vanguardia con la revolución sexual, para entrar de lleno en la politización de la subjetividad frente a la asimilación de la modernidad y su vulgarización. Como el filme de Bertolucci, «El imperio de los sentidos» era estéticamente impecable. La ruptura ya no era formal sino de oposición a los tabúes sexuales que la revolución sexual iba dinamitando. Y para enmarcar esa radicalidad, el inconsciente freudiano, releído por Lacan, se unía al placer foucaultiano para transgredir lo que Philippe Sollers llamó «la experiencia de los límites». «El imperio de los sentidos» llevó el deseo amoroso al límite: más allá del principio del placer. Simplicidades que bajo un formato más banal pero igual de exhibicionista proponía «Emmanuelle» (1974): ser puro deseo.