Haneke ya no es una amenaza
El cineasta presentó ayer «Happy End», un filme en el que reúne todas sus obsesiones, pese a que más que una obra propia parece un trabajo dirigido por un imitador falto de tensión dramática. Por su parte, el griego Yorgos Lanthimos firma una sólida candidata a la Palma de Oro del Festival, «The Killing of a Sacred Deer»
El cineasta presentó ayer «Happy End», un filme en el que reúne todas sus obsesiones, pese a que más que una obra propia parece un trabajo dirigido por un imitador falto de tensión dramática.
Se puede ser más papista que el Papa, pero no menos Haneke que el propio Haneke. No es que «Happy End» no sea hanekiana, porque se presenta como un compendio de todas sus obsesiones, a saber: la anestesia moral de la burguesía, el «voyeurismo» como elemento distanciador de la realidad, la infancia como cuna del mal, la familia como mascarada institucional, la violencia abrupta y la pulsión de muerte como enfermedades sociales. El problema es que es una película que parece dirigida por un imitador de Haneke que se ha estudiado su filmografía de cabo a rabo y que ha montado un set de grandes éxitos sin preocuparse demasiado de tensarlos dramáticamente.
También a concurso, el griego Yorgos Lanthimos le enmendó la plana firmando, con «The Killing of a Sacred Deer», la más hanekiana de sus películas, además de la más redonda. Si Will Smith, miembro del jurado, no lo remedia, podríamos tener una firme candidata a la Palma de Oro. Sería el colofón lógico para un cineasta que ganó el premio «Una cierta mirada» por «Canino» en 2009 y el premio del jurado por «Langosta» en 2013.
Una nueva realidad
El arranque de «Happy End» promete. Si la filmografía de Haneke está marcada por la exploración reflexiva de la imagen electrónica (el VHS en «El vídeo de Benny») y el digital (en «Caché») con resultados a menudo fascinantes, aquí le llega el turno a la cámara de móvil y la mensajería instantánea, que, en la escena de créditos, sirven para establecer la relación del espectador con una nueva manera de percibir la realidad, acaso más alienante que sus predecesoras porque incluye la imagen y su comentario en directo. No es extraño, pues, que en la rueda de prensa confesara que estuvo trabajando dos años en un guión, titulado «Flashmob», dedicado a las redes sociales que al final desestimó. Las esperanzas de que la película siga en esa dirección se desvanecen cuando Haneke empieza a fragmentar el relato, primero de forma desconcertante, luego en forma de fresco deslavazado, para enfilar el retrato de una familia rica en Calais, uno de los puntos calientes de la crisis de refugiados europea. Cada uno de los miembros de la saga Laurent tiene secretos que esconder, desde virtuales relaciones sadomasoquistas hasta instintos asesinos, pasando por la voluntad de una muerte asistida que no llega nunca.
El Haneke cascarrabias insiste en que su cine siembra preguntas para recoger respuestas en la platea, y por eso a veces, en las ruedas de prensa, se niega a contestar, a veces con tono airado, lo que le plantean los periodistas para no limitar el sentido de sus imágenes. Sin embargo, en «Happy End» no hay pistas sino evidencias; no hay metáforas sino mensajes. Después de «Amor», que parecía un requiebro empático en su filmografía, un posible cambio de rumbo a desarrollar, Haneke se repliega sobre sí mismo, como si tuviera miedo de convertirse en un cineasta para todos los públicos. La cuestión es que no vuelve a la abstracción asociativa de «Código desconocido» sino que adapta esa estructura atomizada, elusiva, a la dinámica de un relato coral pero lineal. La multiplicidad de subtramas difumina la fuerza de los personajes, y la película carece de esa sensación de amenaza que caracteriza la práctica totalidad de su obra. Hay destellos de genio, por supuesto, que te clavan en la butaca, especialmente cuando Jean Louis-Trintignant, que interpreta a un «pater familias» al borde de la demencia senil, abre la boca y el mundo se detiene. Permanece, por supuesto, el rigor formal, el plano distante y el control del tempo de las escenas, pero el conjunto es insatisfactorio. No habrá tercera Palma de Oro para Haneke.
Si la prensa recibió «Happy End» con un aplauso de compromiso, la respuesta a «The Killing of Sacred Deer» no pudo estar más dividida. Contaba el griego Yorgos Lanthimos que, en su segunda producción anglosajona, quería explorar qué le ocurre a la naturaleza humana cuando se enfrenta a un dilema moral de proporciones bíblicas y reflejar cómo ese dilema pone contra las cuerdas sus nociones de ética y justicia. «El título hace referencia», admitió, «a la ‘‘Ifigenia’’ de Eurípides. Me interesaba establecer un diálogo con el texto clásico para comprobar cómo se adapta la tragedia griega a un contexto contemporáneo, qué nos dice de la sociedad en que vivimos». El rey Agamenón despierta la ira de los dioses cuando mata uno de los ciervos de Artemisa y, como consecuencia, debe ejecutar un acto sacrificial innombrable.
Lanthimos aborda ese material como si hiciera una genuina película de terror, pero sin abandonar las señas de identidad de su autoría. Es decir, todos los personajes recitan sus diálogos como modelos bressonianos, sin apenas inflexiones en el tono, sin hacer distinciones entre lo banal y lo trascendental. Como en «Canino», la familia es una célula indivisible, una burbuja de cristal irrompible que el patriarca controla desde el dominio de los protocolos acomodados. Steven (Colin Farrell, que repite con Lanthimos tras «Langosta») es un cardiólogo de prestigio, y parece vivir una plácida existencia con su esposa, Anna (Nicole Kidman), oftalmóloga, y sus dos hijos. Hay alguien, no obstante, que parece dispuesto a perturbar esa foto perfecta, ya de por sí perturbadora, aunque no sabemos muy bien cómo: Martin (espléndido Barry Keoghan), un chico de 16 años al que Steven agasaja con regalos en secreto. Da la impresión de que Lanthimos está abonando el terreno para realizar una «stalker movie» clásica, desplazando la estructura dramática del «Teorema» de Pasolini –la del ángel exterminador que irrumpe en la familia con posibles dinamitando su hipócrita bienestar– hacia el cine de horror. El director de «Alps» refuerza esa impresión desde la puesta en escena, con ominosos travellings que no desentonarían en «El resplandor». «Sentía que, en esa ocasión», confesó Lanthimos, «tenía que mover más la cámara, como si estuviera al acecho, observando lo que ocurre desde arriba». Porque es la ira de los dioses la que se desencadena justo por encima de nuestras cabezas.
Momento crítico
«Ha llegado el momento crítico que ambos temíamos», alerta Martin en la secuencia clave del filme. Lo que dice –las reglas del juego que despliegan las alas del Mal– nos adentra de lleno en el fantástico, aunque los personajes aceptan lo sobrenatural de su amenaza con la naturalidad de quien sabe que su destino ya no está en sus manos. Lanthimos alimenta los apetitos más oscuros del cine de la crueldad, y amplía el campo de batalla de «Canino» convirtiendo las relaciones familiares en una competición por los afectos del padre. Y, sin embargo, lo alegórico nunca empaña lo real. La película establece su propia lógica con una facilidad pasmosa. Buscar un sentido es un sinsentido, porque la dimensión metafórica de lo trágico es un decimal despreciable, comparada con la intensidad dramática del dilema moral que se plantea. La clínica frialdad de la mirada de Lanthimos nos ayuda a soportar la tensión. Si «Langosta» anunciaba una posible domesticación del ideario del cineasta griego, «The Killing of Sacred Deer» demuestra que no está dispuesto a dar el brazo a torcer. Habrá que esperar a su próximo proyecto, una película histórica con Emma Stone y Rachel Weisz ya en fase de posproducción, para confirmarlo.
Al Gore, a vueltas con el ozono
Hace diez años, «Una verdad incómoda» convertía a Al Gore en ideólogo de la lucha contra el cambio climático. Era una manera de reinventarse después de perder las elecciones Bush y de demostrar que los políticos pueden dar visibilidad a causas que los intereses económicos entierran bajo excusas de mal pagador. «Una verdad muy incómoda (Ahora o nunca)», que se presentaba fuera de concurso en Cannes, demuestra los avances de Al Gore como Don Quijote de la capa de ozono mientras se prepara para la cumbre parisina de 2016. El problema es que llueve sobre mojado: ahora se trata de montar un publirreportaje sobre los programas de «training» que Gore ha propagado por todo el mundo e insistir en que el Premio Nobel de la Paz llevaba razón en todo, aunque a Trump le importe un comino que Miami se inunde cada dos por tres.
Hong Sang-Soo, por partida doble
Las dos películas que ha presentado en Cannes Hong Sang-soo –en la imagen–, «Claire’s Camera» (fuera de concurso) y «The Day After» (a competición), forman un díptico secreto. En ambas el personaje que interpreta la actriz Kim Minhee se queda de patitas en la calle y ambas resuenan en la vida íntima del cineasta coreano. De las dos, este crítico prefiere la más breve y desaliñada, que, con la complicidad de Isabelle Huppert, se rodó el año pasado durante el Festival de Cannes, y que ofrece, con admirable sencillez, una preciosa reflexión sobre la capacidad de la fotografía para ralentizar la mirada y revelar la verdad emocional de un momento de cambio. Lo más destacable de «The Day After» es la manera en que Hong trabaja el tiempo narrativo, dilatándolo como en un sueño para luego someterlo al vacío de la elipsis y abismarlo en una escena que parece, solo parece, una repetición de la jugada.