Sección patrocinada por sección patrocinada

Estreno

La carne de gallina

La Razón
La RazónLa Razón

Ahora que conocemos sus adicciones, recordarlo como el fáustico politoxicómano de «Antes que el diablo sepa que has muerto» nos pone la carne de gallina. Seguramente sufrió de lo lindo poniéndose en su piel, pero, como era habitual en él, daba la impresión que se crecía ante dobleces y asperezas sin que apenas se notara el esfuerzo. Incluso en su interpretación más técnica, la de «Capote», para la que invirtió cuatro meses de investigación, fingió una voz aflautada en un registro vocal opuesto al suyo y encogió la postura corporal para rebajar su estatura, había una verdad arriesgada que nacía con fluidez de la autoridad con que controlaba el plano. Al repasar su filmografía puede parecer que era un actor de carácter, sempiterno secundario relegado a interpretar en la sombra por culpa de un físico poco ajustado a los cánones galantes, pero no: tenía tanta presencia que los que estaban a su lado –Julianne Moore en «Magnolia», Tom Cruise en «Misión imposible III», por citar dos ejemplos radicalmente distintos– sabían que él sería el protagonista, que no valía la pena morir en el intento para robarle la escena. Era especialista en papeles antipáticos, no precisamente sobrantes de buen humor –el citado en la magnífica película de Lumet, el onanista de «Happiness», el sosías de L. Ron Hubbard en «The Master»–, pero los toreaba con tanto coraje que nos seducía incluso desde el fuera de campo. Declaró que procuraba hacer una obra de teatro al año, que le ayudaba a mantener los pies en la tierra, y otra imagen suya empieza a hechizarnos: el creador-demiurgo de «Synecdoche, New York» convirtiendo el mundo, su mundo, en un escenario con punta de fuga en el infinito, maestro de marionetas consciente de su condición de títere, director de orquesta que, ahora, escupirá no sobre su tumba sino sobre sus necrológicas.