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Peter O'Toole, muere la leyenda

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Hay actores que sacan su fuerza interpretativa de la testosterona (Stallone) y otros que lo hacen de la comprensión de la rebeldía (James Dean) o de los individuos construidos con los alambres vertiginosos de la violencia reprimida o la ira contenida, como ocurría con aquel Marlon Brando de camisetas ajustadas que resplandecía en el blanco y negro de la década de los 50 («Un tranvía llamado deseo», «El salvaje» y «La ley del silencio»). Peter O'Toole hizo de la conciencia, en especial de la mala conciencia, la materia esencial de su trabajo, el elemento sustancial con el que amasaba sus actuaciones. Sus interpretaciones emergían del dédalo de lo tormentoso, y luego él les añadía la sobreactuación del gesto. En esos hombres, sometidos al arbitrio de los vaivenes interiores, es donde se despojaba de esa máscara dandi que le daba el aliño de los trajes, los pitillos largos y el vaso de whisky, y encontraba lo que era su personalidad escénica, la presencia que todavía recuerda el público.
Un papel único
Su filmografía está salpicada de seres arrasados, una quincallería de almas devastadas por los demonios personales, que él adornaba con una presencia inquietante y algo trémula. Irlandés, católico y bebedor, O'Toole surcó por las aguas emocionales de psicópatas vestidos de generales nazis, marinos hundidos en sus miserias morales o reyes flagelados por los remordimientos de un asesinato que jamás debieron consentir. Pero todos ellos han quedado eclipsados por esa épica del celuloide que representa «Lawrence de Arabia», de David Lean. O'Toole, que falleció ayer a los 81 años, será siempre recordado por devolver al desierto de Jordania la presencia de ese oficial británico, de temple idealista y deriva destructiva, que participó en la I Guerra Mundial con uniforme inglés, pero al servicio de los propios convencimientos y principios, algo delicado de casar con la rígida disciplina castrense.
El azul irlandés que destilaban sus ojos pasó por británico, pero la Academia de Hollywood jamás reconoció el mérito de su trabajo, quizá porque en la meca de los sueños no creen demasiado en los milagros de las actuaciones irrepetibles. La película alcanzó categoría de mito y catapultó su nombre, apenas conocido –sólo había participado en «El día que robaron el cine de Inglaterra» y «Los dientes del diablo» (junto a un gran Anthony Quinn)–, al difícil cénit del estrellato.
El cine lo que reconoce es el talento para la mentira y la invención, para hacer pasar por real lo que sólo es trampantojo y engaño. Y Peter O'Toole se llevó todos los laureles en esa cancha. Hizo con tanto convencimiento sus papeles que en la confusa memoria popular ha quedado como un hombre desasosegante, de timbres oscuros, que era la faceta estremecedora que acostumbraba imprimir a sus personajes.
En la realidad, que es lo que casi nunca se conoce de un actor, O'Toole mostraba una faz diferente, la de un hombre capaz de convertir la delgadez en un rasgo de la elegancia y los vicios en una pose distinguida, lejos del romanticismo francés de lo inevitable y lo fatal. En los rodajes sobresalía por el humor, quizá como válvula de escape a esos tipos esbozados al hilo de sus pesadumbres, como el oficial que encarnaba en «La noche de los generales», «Lord Jim», el legendario capitán de Joseph Conrad, o el arrepentido Enrique II de Plantagenet al que dio vida en «Beckett», producción donde coincidió con el intenso y rígido Richard Burton. A este monarca inglés lo volvería a interpretar en «El león en invierno», una cinta crepuscular, con una brillante Katherine Hepburn y unos jóvenes Anthony Hopkins y Timothy Dalton. En ambas ocasiones lo hizo con un acertado poso irónico que resaltaba la amargura de un rey que detestaba a sus hijos y que había desterrado a su mujer lejos del tálamo real. O'Toole reservaba la vertiente frívola de su carácter en películas distintas, como «¿Qué tal, Pussycat?», «Casino Royale» o «Cómo robar un millón» (donde coincidió con Audrey Hepburn). Unas comedias ligeras de temática diferente que se reían de las relaciones, los espías y las películas de asaltos. Su prestigio se cimentó con otros trabajos, como «Adiós, Mr. Chips», «La clase dirigente», «Profesión: el especialista» o una versión de Don Quijote titulada «El hombre de La Mancha». Bernardo Bertolucci le recuperó para «El último emperador». Para entonces, el ya era una leyenda.

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