¿Por qué Oliver Stone no levanta cabeza?
«Snowden» fracasa en Estados Unidos y el director de las míticas «Platoon» y «Wall Street», cada vez más visceral en sus invectivas a su propio país, sigue sumando decepciones.
«Snowden» fracasa en Estados Unidos y el director de las míticas «Platoon» y «Wall Street», cada vez más visceral en sus invectivas a su propio país, sigue sumando decepciones.
En su web personal, sobre una fotografía suya en esmoquin, Oliver Stone firma la siguiente frase: «Una de dos, o naces loco o naces aburrido». La cita, así formulada, da a entender que sin duda el director norteamericano vino al mundo con el primero de estos atributos, en su acepción más quijotesca, prístina. Sea. Pero lo cierto es que, para muchos, este neoyorquino que nos encogió el corazón con «Platoon» al inicio de su andadura en el cine y atrapó el espíritu de los 80 en cintas como «Wall Street», está pasado de rosca. Aburre.
Una cosa está clara: si bien Stone mantiene su aura de voz autorizada en el cine (el pasado le sigue avalando), su crédito actual se ha acabado y sus estrenos no logran ya aquella repercusión de sus grandes trabajos. Para un cineasta que vive de ser un «pepito grillo» de la política norteamericana y, por ende, mundial, que no entiende el cine sin un fin ideológico y una vocación masiva, éste es un extraño crepúsculo. A sus 70 años, pero aún en plena forma física, con su 1,83 de altura y su robusta constitución, y un intacto sentido de la combatividad en cada una de sus apariciones, Stone no deja de chocarse con el muro de la realidad cada vez que lanza una propuesta al público. Y, con «Snowden», su última apuesta, ha vuelto a comprobarlo.
En palabras de un crítico norteamericano, «Snowden es un gran protagonista para una película de Oliver Stone, pero ‘‘Snowden’’ es una calamitosa película de Oliver Stone». Aunque no todos los pareceres han sido tan tajantes (de hecho, una parte de la crítica internacional opina que es de lo mejor del director en años), lo cierto es que el filme que narra las aventuras del ex agente de la NSA (el servicio de información y espionaje norteamericano), actualmente acogido en Rusia para evitar ser juzgado por traición en su país, ha encontrado una respuesta tibia en el mundo del cine. A las irregulares críticas se ha sumado la indiferencia del público. En su fin de semana de estreno en Estados Unidos, y a pesar de que sólo la presencia en cartel de un personaje tan controvertido como Snowden debería haber movilizado una respuesta mayor, la cinta no logró pasar de la cuarta posición, arrancando con unos modestos 8 millones de dólares recaudados, el peor estreno de su filmografía. A fecha de 7 de octubre sólo había conseguido 20 de los 40 millones de dólares que costó, según la web Imdb.com.
Las comparaciones con «Citizenfour» (Oscar al mejor documental en 2014), cinta de Laura Poitras que retrata el periplo de Snowden contando con las declaraciones del propio protagonista, han sido más que odiosas. Y, por lo demás, el acercamiento (otra vez) de Stone al género de «biopic» ha demostrado que, en la época de Aaron Sorkin (por hablar del mejor entre los mejores de la nueva ola), la metodología del director de «Nixon» o «JFK» para acercarse a un personaje real está desfasada.
Fuera del sistema
De entrada, pintaba bien. El binomio Stone-Snowden estaba «cantado». Es uno de esos héroes que se sitúan fuera del sistema por mor de sus convicciones. Una especie de sosias del propio Stone, ese francotirador «loco», como le gusta verse a sí mismo. Apenas calló en sus manos el libro del abogado que lo representa en Rusia, Anatoli Kucherena, incluso antes de estar publicado, el director ya sabía que ésa era «su» película. Y para llevarla a cabo no regateó en esfuerzos: viajó a Moscú varias veces, se entrevistó con el ex agente y sedujo a un protagonista de peso, Joseph Gordon-Levitt, para encabezar el reparto. Pero el fracaso de la cinta en su propio país (y a pesar de que ya sonaban tambores electorales en julio, cuando fue estrenada) ha hecho que Stone vuelva a cargar contra los fantasmas de la industria. «Los estudios tumbaron mi película», afirmó en la Comic Con del pasado verano. Los problemas de producción y distribución se deben a la «autocensura» del sector, asegura. De hecho, ha tenido que contar con productoras menores e independientes para su nueva aventura.
Lo cierto es que hace ya años que Stone no cuenta con el favor de las «major», ya sea por su postura política, cada vez más escorada y hasta grotesca (ahí están sus documentales laudatorios de Fidel Castro y Hugo Chávez), como por su irregular, cuando no mala, trayectoria en taquilla. A falta de altavoz en la gran pantalla, Stone sigue convirtiendo sus ruedas de prensa en proclamas incediarias. En el pasado Festival de San Sebastián sus «mandobles» fueron a parar en todas direcciones: desde Trump (y esto es obvio) a Obama, a quien acusa de haber traicionado los principios con los que llegó a la Casa Blanca.
Aunque es un hecho constatable que Stone está de capa caída (mejor dicho, no levanta cabeza), es difícil señalar un solo motivo para su declive. Más allá de los repetidos y continuados fracasos en taquilla o del supuesto arrinconamiento de la industria, de alguna manera el cine de Stone ha perdido aquella instintiva conexión que tuvo con el público desde sus inicios.
Hollywood se enteró de la existencia de este «niño bien», ex alumno de Yale y peculiar veterano de Vietnam, a través de una cinta demoledora: «El expreso de medianoche» (Alan Parker). En el 79, recién entrado en el cine, Stone ganó el Oscar al mejor guión adaptado. Un debut inmejorable que, durante la siguiente década, se confirmaría. Con «Platoon» (1986, Oscar a mejor película y mejor director), Stone logró que Estados Unidos mirara a los ojos aquella pesadilla de Vietnam que seguía sin cicatrizar. Él estuvo allí y, a pesar de la emotividad final del filme (con el famoso alegato pacifista de Charlie Sheen), «Platoon» sonaba a verdadero, a exorcismo necesario. América así lo entendió y señaló a Stone como su nuevo «niño bonito». Sólo un año después, «Wall Street», despiadado retrato de la cultura «yuppie» de los 80, del dinero líquido, la especulación como norma de vida, demostró que el director estaba en sintonía con su tiempo, que era no sólo capaz de retratar los hilos que movían su país, su economía, sino además interesar al público.
«Nacido el 4 de julio» (su último Oscar como director, en 1989) fue la cima de una carrera que, con «JFK» o «Nixon» seguiría no obstante dando frutos. Pero, a partir de los 2000, la desconexión de Stone con el público se confirma. Bush llega a la presidencia, las Torres Gemelas caen, los tiempos se vuelven exasperantemente beligerantes. Y Stone toma partido cada vez más explícito. El documental es su nuevo refugio y sus protagonistas (todos ellos con una complicidad a menudo muy evidente, chocante) no son precisamente del agrado de Norteamérica: Yasser Arafat («Persona non grata»), Fidel Castro («Comandante», «Looking for Fidel») y Hugo Chávez («Al sur de la frontera», «Mi amigo Hugo»). Sus largometrajes de este siglo se cuentan por fracasos, incluso apelaciones patrióticas como «World Trade Center». A pesar de espejismos optimistas como la secuela de «Wall Street» (que en 2010 no funcionó nada mal con el reclamo de Michael Douglas y el regreso del cínico Gordon Gekko en medio de la crisis hipotecaria), Stone ha dejado de interesar a buena parte de crítica y público y «Snowden» no será la cinta que reconcilie al «enfant terrible» de Estados Unidos con un país que ya no se ve reflejado en su cine.