Novela

Claribel Alegría, en guerra contra las injusticias

El premio Reina Sofía de Poesía resalta el compromiso de la poeta, de 93 años y su larga trayectoria, marcada por su gran calidad literaria.

La escritora es uno de los grandes referentes de su país
La escritora es uno de los grandes referentes de su paíslarazon

El premio Reina Sofía de Poesía resalta el compromiso de la poeta, de 93 años y su larga trayectoria, marcada por su gran calidad literaria.

«Invoco a la muerte / sin cesar / pero también invoco / a la poesía / que sé que me aleja de la muerte», ha escrito Claribel Alegría (Nicaragua, Esteli, 1924) en uno de sus últimos poemarios, «Otredad», escrito ya de octogenaria, a sabiendas de que únicamente la creación poética puede echarle un pulso a la muerte –y especialmente a «la muerte en vida», uno de sus temas más caros–, como un amago de redención. Por eso, entre la doble clasificación de «poetas-abejas» y «poetas-hormigas», ella se ha considerado siempre de esta última estirpe, comprometida con vivir «en estado de poesía». Discípula de Juan Ramón Jiménez y de su compatriota Rubén Darío, Alegría acaba de obtener el XXVI Premio Reina Sofía de Poesía, el más prestigioso galardón de la lírica española e iberoamericana. Miembro de la denominada Generación Comprometida de su país, su lírica se caracteriza por el compromiso contra la violencia, «los regímenes dictatoriales y las guerras de injusticias».

Infancia y muerte

Un universo de incendidas miniaturas mironianas, de instantáneas celebraciones compensatorias, puebla desde siempre la canción de la Alegría. Es algo que se ha acentuado en últimas entregas, tratando de hilvanar, sobre todo, la infancia rediviva con la asunción de la muerte. «No tardes en llegar / hermana muerte / mi vida es una copa / ya colmada. / que sólo a ti / te pertenece», le dice, como si aspirara a compartir epitafio con ella. Su posicionamiento infantil aparentemente ingenuo, en realidad es reconocimiento desde la madurez; una añagaza para transformar todo saber en sabores instantáneos, con una mirada que iguala el primer y el último de los días. Es ese anhelo de disolución, para nombrar desde cero –o desde infinito– su reencuentro con el mundo lo que late en sus más destacados poemas. Así, desde versos dispuestos como trinos o revoloteos de ave (extraviada) del paraíso, se tutea con el mar, con la luna, con el «albatros-emblema», con sus propias palabras hasta que advierte de que se trata de una fusión imposible, y se da de bruces; «Me soñé puente. / Doloroso aceptar / que soy muralla», dice, por ejemplo. Lo mismo ocurre con el amor, invocado aquí y allá, pero que solo nace a posteriori: entre los brazos mortíferos de «Kali», la pasión vegetal de «Dafne» o la cabeza yaciente del Bautista en la bandeja de «Salomé», como suele titular, míticamente, algunos de sus poemas. En realidad, «Dura un destello / el amor / hay que avivar el tizón / y guardarlo / y resguardarlo / de las garras del olvido», sostiene Claribel Alegría.