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¿Cómo Europa consiguió ser el centro del mundo?

Bruce Bueno de Mesquita indaga en cómo el Viejo Continente logró alcanzar la libertad, la democracia, el poder y bienestar económico de hoy
El Partenón, un edificio que simboliza EuropaLa RazónLa Razón

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La politización de la sociedad como base para nuevos modos de gobernanza y mecanismos, por parte de las autoridades, a la hora de organizar a su pueblo y regular sus diversas áreas de trabajo y hasta de ocio e información, tuvo su centro neurálgico en Europa. Tal cosa nos contaba Philip T. Hoffman en “¿Por qué Europa conquistó el mundo?” (Crítica, 2016). Así, el autor se planteaba lo que daba en llamar un fascinante enigma intelectual: qué ocurrió para que los europeos, en 1914, tuvieran el control del 84% del globo –cuando hacia 1800 era del 35%–, gobernaran mediante sus colonias en todos los continentes habitados, difundieran sus lenguajes e ideas y acabaran imponiéndose por medio de su poder militar.
Hoffman quería responder a por qué otros estados poderosos se quedaron rezagados y Europa desarrolló con fruición su apuesta por lo tecnológico que, al fin y a la postre, le posibilitaría conquistar el mundo. Competencia militar, necesidad de innovación técnica para entrar en diferentes mercados, o propósitos y alicientes políticos podrían explicar las diferencias que se darían en Europa y el resto del mundo. Es precisamente en las decisiones y acciones desde el ámbito político donde se irán cifrando las causas para que los ingresos en Occidente, desde la Revolución Industrial, suban por encima de Euroasia; por ejemplo, «en Europa Occidental era más beneficioso las máquinas que ahorraban trabajo, mientras que en China era más barato mantener el trabajo manual en el campo, donde los salarios eran bajos pero donde el imperio proporcionaba más seguridad en caso de guerra», señalaba.
En este sentido, cabrá destacar cómo el colonialismo del siglo XIX «con toda probabilidad supuso un peaje para todos los europeos medios»; Hoffman ponía el ejemplo del Imperio británico, que no generó beneficios en el largo periodo al menos de los años 1880-1912. Esa poca rentabilidad de los Estados que oprimían a otras sociedades tendrá, por supuesto, consecuencias nefastas: «horrores que se infligieron a los esclavos y a los nativos americanos», «atrocidades cometidas en colonias como el Congo Belga del rey Leopoldo»… En fin, muchos aspectos fueron convergiendo para que Europa se mantuviera rica en comparación con otras partes del mundo, hasta convertirla en un lugar de destino: “Acuden más individuos a Occidente desde todos los rincones del mundo de los que lo abandonan, y la razón es que Occidente parece haber encontrado la manera de proporcionar a sus ciudadanos una buena calidad de vida”.
Son palabras éstas de Bruce Bueno de Mesquita, en “La invención del poder. Reyes, papas y el nacimiento de Occidente” (traducción de Lorenzo Luengo), que presenta un muy original estudio que se desarrolla a partir de acontecimientos medievales pero que al final conecta con el aquí y el ahora. Muy en especial, subraya el impacto que generó el Concordato de Worms, más otros acuerdos asociados a este, a la hora de encontrar diferencias de riqueza en diversas áreas de Europa; esto lo lleva a señalar lo oportuno de “aprender de los beneficiosos incentivos desarrollados en los concordatos: es decir, los tratados firmados entre papas y gobernantes laicos en el siglo XII. De adoptar esas iniciativas, aquellos que ya no viven en un mundo dominado por papas y reyes estarían en condiciones de aprender a mejorar su propia calidad de vida tanto en el tiempo actual como en el futuro”.
¿A qué se referirá este profesor de Política en la Universidad de Nueva York y que, a través de su consultora, ha ejercido como asesor del gobierno de Estados Unidos para asuntos de seguridad nacional, con este acuerdo firmado por el Papa Calixto II y el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Enrique V cerca de Frankfurt, el 23 de septiembre de 1122? Antes, un dato: Europa Occidental y Estados Unidos cuentan con siete de los diez países con mayor capacidad inventiva del mundo, apunta. Y una raíz de eso: el hecho de que más del sesenta por ciento de ese tipo de naciones europeas estuvieron sujetas a las reglas que entraron en vigor en el siglo XII. ¿Coincidencia?, se pregunta Bueno de Mesquita: quizá, pero según las pruebas que examina parece que una cosa tiene relación con la otra.
Y es que la tesis de “La invención del poder” radica en que Europa es excepcional, en cuanto al disfrute de renta per cápita, libertades y paz, en buena parte debido al compromiso que se estableció entre la Iglesia y las naciones-Estado, por medio del referido Concordato, que promovió el crecimiento económico y mejoró la vida de la gente. Sin duda, se trata de una muy sugerente propuesta de análisis: unir estrechamente ambos ámbitos no sólo para entender el pasado histórico sino para prepararnos para el porvenir. En definitiva, “ayudará a silenciar las conclusiones equivocadas e incorrectas que explican los éxitos de Europa basándose en la afirmación de que los europeos son culturalmente superiores, de que son trabajadores sumamente aplicados y unos individuos más inteligentes, o que el Dios de Europa y sus religiones están por encima de los de otros pueblos”, apunta al inicio.
El autor ha pasado más de dos décadas estudiando cómo la rivalidad entre papas y reyes en aquellos tiempos del Medievo fue el detonante para la «excepcionalidad» europea. El de Worms, y otros concordatos anteriores como el de París y Londres, suscritos por la Iglesia católica y los reyes de Inglaterra y Francia, son para él lo que permitió “la mayor prosperidad de Europa del norte frente a la Europa del sur, que unas partes de Europa rompieran con la Iglesia católica cuando otras mantenían su adhesión a ella, que unos reinos europeos desarrollaran gobiernos responsables que destacaron por encima de otros, y que la ciencia arraigara y diera mejores frutos en algunas partes de Europa que en otras”. Tal cosa llevó a un ambiente de tolerancia y libertad, por más que obviamente hubiera aberraciones en forma de represión y tiranía.
Esa unión, o mejor sería decir separación, entre lo eclesiástico y lo laico ofreció un nuevo marco de acción política, dado que el acuerdo implicaba independencia de la Iglesia, puesto que antes los reyes tenían la potestad de nombrar a los titulares de cargos religiosos. El emperador, a cambio de no intervenir en tal cosa, podía acceder a otro tipo de decisiones en el seno eclesial. De esa manera se fueron acercando posiciones para beneficiarse mutuamente a través de una serie de incentivos de tipo económico. Por eso el autor aporta gráficos del comercio de la época y compara los países que tuvieron esos concordatos (el territorio actual de Francia, Inglaterra, Suiza, Austria, Bélgica y Alemania) con los que carecieron de él (los del sur y este de Europa).
Así las cosas, se presenta todo un recorrido de cientos de años para comparar esas dos zonas del Viejo Continente; cada bando de los firmantes consideró la necesidad de otorgar nuevos derechos a los comerciantes o a los agricultores, todo lo cual devino también ventajas para los gobernantes; fue algo así como una institucionalización de la riqueza y un intento de proyectar unos innovadores “derechos del pueblo”, a raíz de una nueva mirada hacia las libertades civiles y los derechos políticos.