Literatura

Nueva York

Cómo vivir con Stevenson

Robert Louis Stevenson
Robert Louis Stevensonlarazon

Ve la luz el libro que cierra la trilogía de ensayos de Robert Louis

Stevenson, dedicado a sus escritos más personales, después de los consagrados a las lecturas literarias y a los viajes.

La iniciativa de la editorial Páginas de Espuma de ofrecer los ensayos de Robert Louis Stevenson toca a su fin. Es el turno de sus escritos más personales, de nuevo con traducción y notas de Amelia Pérez de Villar, después de que los dos últimos septiembres viera la luz la reunión de, primero, un tomo de textos sobre literatura, y después, otro sobre viajar. De este modo, en “Escribir”, se agrupaban artículos que el autor publicó en diversos periódicos y revistas de 1879 a 1887 y que proporcionaban reflexiones sobre el arte narrativo, tanto el propio como el ajeno; una ocasión perfecta para conocer cómo veía el creador de “La isla del tesoro” ciertos aspectos técnicos de la escritura, o saber detalles de los libros que le influyeron, caso de “Hamlet”, el D’Artagnan de “El vizconde de Bragelonne”, los “Ensayos” de Montaigne o los Evangelios, y también para leer sobre los escritores a los que frecuentó y apreció: Alejandro Dumas, Jules Verne, E. A. Poe, Walt Whitman o Victor Hugo. Pero estamos ante un hombre que escribió tanto como viajó, que acabó sus días en Samoa, una isla de la Polinesia, con sólo cuarenta y cuatro años, en 1894.

Por ello era tan importante agrupar todo aquello que Stevenson tuvo a bien escribir sobre el hecho de desplazarse, tanto a pie por el bosque como en transporte público en el propio país o hacia el otro lado del mundo, y así sucedió, como se apuntaba, hace doce meses. Aquel libro se dividía en tres secciones, “El viaje”, “Europa” y “América”, y surgía en ellas un Stevenson que describía las sensaciones y virtudes de pasear en medio de la naturaleza y, muy particularmente, hacerlo en soledad. Lo pensó y apuntó un hombre que padeció muchos problemas de salud desde niño sin que, pese a ello, tal cosa limitara sus movimientos, desde que huyó de su familia y de su futuro como constructor de faros en Edimburgo –había nacido en el seno de una familia acomodada de ingenieros– y se instaló en sus anhelados Mares del Sur tal vez con la esperanza de curarse de sus afecciones pulmonares. Por algo dijo G. K. Chesterton, en su biografía del escritor escocés: «Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido».

Autobiografía emocional


Por la experiencia personal que destilan los textos viajeros de

Stevenson, éstos podrían considerarse plenamente autobiográficos –sus pasos por su ciudad natal, por Davos en invierno, los Alpes,

Fontainebleau y varias localidades británicas y francesas, aparte de Estados Unidos–, pero es en este tomo que cierra la trilogía de Páginas de Espuma en el que se ha enfatizado todo lo relacionado con “La vida”, “Las personas” y “Los recuerdos”, si nos atenemos a los títulos concebidos para cada sección. El lector podrá conocer ensayos publicados en diferentes revistas británicas, como “Cornhill Magazine” y “London Magazine”, o escocesas, como “Edinburgh University Magazine”, entre 1871 y 1896, que en algunos casos el autor incorporaría a libros recopilatorios, como “Virginibus Puerisque (Para jóvenes y doncellas)” (1881). Es este precisamente uno de los primeros escritos, dedicado al hecho de casarse, al amor y al enamoramiento, a las relaciones sinceras; páginas llenas de sentido común inteligentísimo, amenidad narrativa y pinceladas de humor: “Una vez que uno se casa, no le queda nada, ni siquiera el suicidio: sólo puede ser bueno”; “es posible que no haya en la vida de un hombre un acto más insensato, al que se proceda con la cabeza menos fría, que a este del matrimonio”; e incluso comparará

casarse con algo más peligroso que el mar más violento...

Estas palabras las escribía Stevenson hacia 1877. Poco después, conoce al amor de su vida en el sur de Francia: Fanny Osbourne, una americana diez años mayor que él y que estaba siendo muy desdichada con su marido junto a sus dos niños. El flechazo sobrevendrá, y Stevenson se reunirá con ella en California, después de atravesar en tren el país desde Nueva York en 1880, para cometer ese acto insensato y casarse en San Francisco. Es el momento de su libertad plena, de una existencia estable y una andadura literaria portentosa: ensayos, poemas, los cuentos de «Las nuevas mil y una noches», la novela que nació como mero entretenimiento para su hijastro, «La isla del tesoro», o «El doctor Jekyll y míster Hyde», el relato que tanta influencia ha tenido en la literatura y el cine. Leer este libro y compararlo con la biografía de Stevenson arroja luz sobre cómo él mismo obedeció a sus impulsos y a su alma emprendedora –“Ser verdaderamente feliz es cuestión de cómo empezamos, no de cómo acabamos; de qué queremos y no de qué tenemos. Una

aspiración es un goce perpetuo”, dice en “El Dorado”– cuando, sobre todo, cumpla su viejo sueño de alquilar un barco y viajar con su familia por el océano Pacífico en 1888.

Elogio del ímpetu vital

Todo lo humano en sociedad interesa al autor de “La flecha negra”: la gente ociosa, sobre la que desarrolla toda una apología, la gente joven y anciana, los celos, la infancia, la muerte, cuya vivencia “supera a

cualquier otra vivencia, porque es la última” (palabras del ensayo “Aes Triplex”) después de un tiempo finito que cabe aprovechar, dado que “nuestra vida dura lo que dura encendida una cerilla”. Sin complejos ni tabúes, con absoluta claridad y coherencia, Stevenson reflexiona al fin y al cabo al respecto de lo más útil y verdadero para el individuo:

tener aspiraciones, lo cual ya de por sí constituye un “goce perpetuo”.


Y ciertamente, “el verdadero éxito es el esfuerzo”, afirmará, muy en la línea de Henry David Thoreau, el naturalista cuya obra “Walden” refleja haber leído en estas páginas; al igual que aquél, ironiza sobre la

ampulosidad y solemnidad de ciertos intelectuales, muy en especial desde el campo filosófico, y comparte su pensamiento simple y directo una y otra vez: “Hablando con propiedad, lo cierto es que no amamos la vida en absoluto: amamos vivir, que es diferente”. Y en ese vivir no hay que ensimismarse con “los altibajos de la existencia humana” y llenar la cabeza de “naderías”.


El enfermizo Stevenson, ávido de vida, desdeñará a los teólogos de

perspectivas fúnebres y a los melancólicos y les regalará su mejor

solución: “Unas buenas viandas y una botella de vino son la respuesta a casi todo lo que se dice sobre la cuestión”. La inteligencia, en este sentido, será la forma de entender nuestra precariedad y mantenernos firmes y animados, de manera que “es preferible avanzar de un modo impetuoso y libre, tratando de mirar hacia delante con cierta

tranquilidad, que perder el tiempo con sentimentalismos,

arrepintiéndonos de lo pasado: eso es lo que diferencia al hombre que está bien pertrechado para recorrer este mundo”. Él mismo lo recorrió sin miedo a través de dos océanos, y todos sus escritos –los narrativos de carácter aventurero y los reflexivos en torno a entender y disfrutar lo que significa estar vivo y en torno a la belleza del arte– son ahora verdaderos tesoros sobre cómo vivir, sobre cómo uno debe pertrecharse para dar sentido a los actos diarios y convertirse en “un buen amigo y un buen ciudadano”.

Dos viajes de vida y muerte


Dos viajes marcan la vida y muerte de Stevenson. El primero, a Estados Unidos, que recorre de este a oeste y del que escribe con su habitual ironía. Por ejemplo, de Nueva York, de la que le habían advertido mil peligros: “Cualquiera hubiera pensado que íbamos a desembarcar en una isla habitada por caníbales. No hables con nadie por la calle, porque no te dejarán en paz hasta que te hayan desplumado y pegado una paliza”. El segundo es Samoa, donde los nativos, caníbales sólo para alimentarse de historias, le apodaron con el nombre de «Tusitala» (contador de cuentos). Allí Stevenson es feliz, pero cuando prepara su novela «Weir of Herminston», la muerte le sorprende y es enterrado con el «Réquiem» que había escrito años atrás y que empezaba así: «Alegre he vivido y alegre muero», en una magistral y conmovedora lección de cómo hay que afrontar la vida hasta el último momento.

Su mejor biógrafo


Para quien desee conocer la vida y obra de Stevenson, nada mejor que leer a Gilbert Keith Chesterton, quien no conoció personalmente al autor pero sí pudo hablar con los que habían sido algunos de sus amigos más entrañables, como Henry James o James Barrie (llama precisamente a Stevenson Alma de Niño o el Peter Pan de Samoa). «La lección moral de estos capítulos sobre su nación, su ciudad y su hogar, es que era también algo más que un niño. Era un niño perdido», dice el biógrafo en “Robert Louis Stevenson” (Pre-Textos, 2001), que habla del hombre que fabricó un «teatro de juguete» del que en cierto modo no quiso salir jamás, y que escribió siempre con una permanente sensación de felicidad y fracaso, tan bien explicada en sus ensayos y elevada a suave melancolía en muchos de sus versos. ¿La mayor de sus virtudes?: «Construir una figura humana con unas pocas palabras inolvidables».


Robert Louis Stevenson

“Vivir. Ensayos personales y biográficos”

Páginas de Espuma, 400 págs., 25 euros