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Teatro Real

Crítica de “La pasajera” en el Teatro Real: magnífico alegato contra la tortura

Obra: «La pasajera», de Weinberg, Dir. musical: Mirga Grazinytè-Tyla. Dir. de escena: David Pountney. Orquesta y Coro del Teatro Real. 1-III- 2024.

«La pasajera», de Mieczysław Weinberg, podrá disfrutarse en el Teatro Real hasta el próximo 24 de marzo
Crítica de “La pasajera” en el Teatro Real: magnífico alegato contra la torturaJAVIER DEL REAL

Obra: «La pasajera», de Weinberg, Dirección musical: Mirga Grazinytè-Tyla. Dirección de escena: David Pountney. Orquesta y Coro del Teatro Real. 1-III- 2024.

Compleja, cambiante de épocas, de escenarios y de atmósferas, esta ópera del polaco Mieczyslaw Weinberg, sobre libreto de Alexander Medvedev basado en la novela de Zofia Posmysz, es un magnífico alegato contra la tortura, mental y física, la opresión y la maldad humana. Puestas de relieve con tal fuerza e intensidad que Shostakovich, amigo y protector de Weinberg, encontraba en ella «tanta belleza como grandeza».

La narración describe el reencuentro en un viaje trasatlántico de Marta, una prisionera judía en Auschwitz, y Lisa, supervisora de las SS. Los amargos recuerdos no se hacen esperar, lo que provoca numerosas vueltas atrás. La escritura de Weinberg es tan tersa como intensa, vitalista y llena de lírica introspección. El lenguaje es tonal, aunque no desconoce el dodecafonismo, definido como caleidoscópico por Juan Lucas. En los coloristas, variados y sorprendentes pentagramas se localizan abundantes parentescos con Britten, Janácek, Berg y, naturalmente, Shostakovich., incluso con citas literales de sus músicas. De este último su más conocido vals (tema casi idéntico de antigua canción española «Yo te diré»). Del inglés, uno de sus Interludios marinos.

La obra es un magnífico alegato contra la tortura, la opresión y la maldad humana

Arturo Reverter

La música es de una alternancia, de una iridiscencia inauditas y va del clamor y del grito horrísono –y las secuencias de los barracones dan lugar a ello- a la íntima confesión, de un lirismo intenso, incluso con acompañamientos camerísticos. A veces solamente se escucha un instrumento. Instantes delicados y de elevada poesía. Es cierto que en ocasiones hay secuencias en exceso morosas y alargadas, en las que las prisioneras descargan sus recuerdos y nostalgias, lo que hacer que la narración pierda gas. Puede hablarse por ello de ondulaciones o, si se prefiere, descansos, quizá lógicos, en una acción tan contrastada. Pero la paleta tímbrica de Weinberg es asombrosa y nos sorprende de continuo. Plasma las situaciones con endiablada fantasía, a veces con un solo golpe instrumental, a lo largo de una línea de canto también muy cambiante en la que se dan cita el soliloquio, la invectiva, la melodía más simple, la evocación poética. Que proporcionan un cúmulo de sensaciones, siempre impulsadas por una instrumentación llena de fantasía.

La acción tiene por todo ello numerosos meandros, no es por completo lineal, y deja algunos puntos oscuros, dando paso a situaciones en las que lo metafórico ocupa su lugar, como en el canto final de Marta -la antigua prisionera (la fantasmal pasajera)- con su mensaje bienhechor y el deseo de que todos aquellos que hayan sufrido no caigan en el olvido. Es cierto que con todo ello hay pasajes en la acción que quedan en suspenso. Por ejemplo, ¿qué ocurre cuando por fin Marta y Lisa se encuentran frente a frente en el trasatlántico?

Durante toda la narración, en momentos estratégicos, hay un coro masculino intemporal, con traje de calle y un libro rojo en las manos, presenciando y a veces comentando los acontecimientos, a la manera de un coro griego. La formidable escenografía es realista, de una veracidad espeluznante. Se ven incluso los hornos crematorios y las miserables camas de las prisioneras. En las alturas las elegantes estructuras del navío. Un sistema de plataformas corredizas da vida a los espacios. Todo organizado y movido magistralmente por David Pountney, que ha recreado de nuevo su producción estrenada en Bregenz en 2010 y que se ha rodeado de un magnífico equipo de colaboradores. Citaríamos sobre todo a Fabrice Kebour, responsable de la iluminación, fundamental en este caso.

La joven Mirga Grazinytè-Tyla ató bien los machos a una orquesta puntual y rotunda

Arturo Reverter

Queda por hablar de la interpretación. Parabienes para la menuda, casi diminuta, directora musical, la joven lituana Mirga Grazinytè-Tyla, que ató bien los machos a una orquesta puntual y rotunda, delicada cuando venía a cuento. Hubo temperatura e intensidad. El poblado reparto cumplió a satisfacción, aparentemente sin un solo fallo. Las dos protagonistas estuvieron a la altura: Armanda Majeski, soprano lírica bien timbrada, encarnó a una Marta cuajada de matices, con un final bellamente esculpido. Daveda Karanas, mezzo lírica, de vibrato a veces excesivo, supo marcar las numerosas alternancias de la antigua carcelera de Auschwitz.

Deberíamos mencionar y comentar las actuaciones de todos los demás intérpretes, pero no tenemos espacio para más. Diremos únicamente que el tenor Nikolai Schukoff volvió a demostrar su seguridad arriba, en este caso como marido de Lisa. A comentar lo extraño que resulta traer a un violinista foráneo, el holandés Stephen Waarts, para tocar unos compases de la «Chacona» de la «Partita nº 2» de Bach en el concierto organizado en los barracones. En la Sinfónica de Madrid hay solistas muy capaces de hacer lo mismo. Coro, como casi siempre, en su punto, maleable y afinado, Buen programa de mano, con excelentes notas de Pountney, Liberman y Matabosch. Eso sí: sin el libreto; lo que es habitual en estos tiempos.