Crítica de "Passages": el amor es extraño ★★★★

Habrá que darle la razón a Ira Sachs cuando dice que “Passages” es una película de acción. Es lo que ocurre cuando se filma el deseo: he aquí la atracción, la fricción, la electricidad, el rechazo. El cine entonces es la física de los cuerpos, y la cámara graba cómo un astro -a veces una estrella iridiscente, otras un sol negro- ilumina y ensombrece a dos satélites que orbitan a su alrededor, que son el día y la noche de una misma forma de entender el amor, y que aprenden a separarse de lo que les hace daño. En la pasión narcisista de ese director de cine que Franz Rogowski interpreta con un fulgor extraño, tan cautivador como irritante, podemos detectar la toxicidad del amor de “Keep the Lights On”, el filme semiautobiográfico que dio a conocer a Sachs internacionalmente, y que conecta con “Passages” con una energía similar, abrupta, cruda, como si entráramos a las escenas a medio hacer, sin que nos importe el pasado y el futuro de sus personajes, solo la inmediatez de sus afectos presentes. Aquí y ahora, nos atañe la intimidad de su deseo polimorfo (hermosa la franqueza de las escenas de sexo), el modo en que Sachs rehúye juzgar al que parece jugar con los sentimientos de los que ama (porque los ama para amarse a sí mismo, que es el centro del universo) y a los que se columpian (Exarchopoulos y Whishaw, espléndidos) en el fragor de la catástrofe, que intuyen con una venda en los ojos, a sabiendas de que, en las bruscas elipsis de montaje, están perdiendo pie y a la vez abriéndose camino en las tinieblas. Habrá que volverle a dar la razón a Sachs, parafraseando el título de una de sus películas: “Passages” demuestra que, sí, el amor es extraño.

Lo mejor: Su capacidad para retratar lo más intenso y lo más tóxico de una relación amorosa.

Lo peor: Que sus escenas de sexo aún puedan escandalizar a alguien.