Crítica de "Vermin: la plaga": arañas de otro costal ★★★★

Tal vez la mayor virtud de “Vermin, la plaga” sea que no sucumbe fácilmente al veneno de las metáforas, y puede disfrutarse sin coartadas políticas, como la película de terror puro que aspira a ser. Aquí el uso del espacio es capital: uno de esos enormes edificios colmena de las ‘banlieue’ francesas es el lugar ideal para que una plaga de arañas mortíferas se reproduzca en cuestión de horas convirtiéndolo en un gigantesco terrario o, lo que es lo mismo, en un cementerio lleno de minas con ocho ojos.

Podríamos entender el filme como una denuncia a las condiciones de vida de los desclasados en las grandes urbes, o como una alegoría de las víctimas que se cobra el deseo caníbal del capitalismo neoliberal, pero la inteligencia del debut de Sébastien Vanicek es, precisamente, aprovechar todos los elementos de ese espacio -los sensores de luz de los pasillos que no funcionan, los ascensores que se paran entre plantas, los pisos atestados o en obras, los sótanos y los altillos sucios- y del modus vivendi que genera -los trapicheos, los negocios clandestinos, la solidaridad pero también la desconfianza comunitaria- desde un punto de vista dramático, siempre a favor de la tensión narrativa y el terror genuino. Es una película que se preocupa tanto de humanizar a sus personajes como de empoderar a sus antagonistas, que, desde el fondo de una zapatilla de imitación, pueden dominar el mundo.

Lo mejor:

Un impecable uso del espacio y de la tensión narrativa.

Lo peor:

Un tercio final algo confuso y atropellado, con arañas, fuerzas policiales y vecinos atrapados en un callejón sin salida.