Cuando el «gin» no era «cool»
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La ginebra, introducida desde Holanda, promocionada por los nobles y luego adulterada, causó furor en Inglaterra.
Parece mentira, pero así es: hubo un tiempo en que la ginebra no sólo no fue «cool» sino que estuvo a punto de poner en un brete la estabilidad y el futuro de toda Inglaterra. Chocante cuando menos si se tiene en cuenta que, de un tiempo a esta parte, esta bebida destilada (que tiene más vidas que un gato) es la reina de las coctelerías, los saraos entre amigos y hasta las catas a domicilio. Nada más versátil y sofisticado que este preparado que, a día de hoy, combina con todo y a todos agrada. Un dato revelador: en 2013 las ventas de ginebra ascendieron un 7% en toda España, frente a las caídas de entre el 6 y el 8 del resto de bebidas alcohólicas. El «gin-tonic» ha rescatado y encumbrado un brebaje que, durante el siglo XVIII, cautivó primero, embriagó luego y aterrorizó finalmente a toda Gran Bretaña.
La infame historia de la Locura de la Ginebra arranca en Holanda. Ellos inventaron y popularizaron lo que se conoció como «jenver», una protoginebra que acaparó buena parte del mercado interno y que los comerciantes de los Países Bajos dieron a conocer en el mundo entero a través de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. Prácticamente desde la Gran Peste europea, se asociaba al enebro con efectos curativos. Eso propició una buena imagen de esta bebida entre los marinos. «Hacia el año 1730, la jenver que viajaba en los barcos contenía una hierba llamada coclearia o cuchareta que empleaban los marineros para prevenir el escorbuto, entonces una enfermedad mortal», cuenta Lesley Jacobs Solmonson en «Historia universal de la Ginebra» (Malpaso).
Borrachos holandeses
Los holandeses de ultramar hacían un uso tan frecuente de este brebaje que incluso «borracho» y «holandés» llegaron a ser sinónimos para los indonesios. Hay que aclarar, no obstante, que la «jenver» no era equivalente a la actual ginebra. Lo explica Solmonson: «Más que hermanas, son primas bastante lejanas. Si la ginebra moderna es en lo fundamental un vodka saborizado, la «jenver» es algo mucho más potente: una bebida más próxima al whisky que a los nítidos aromas de la «gin» inglesa. Fue este licor con aires de whisky el que sedujo a los soldados británicos durante el sitio de Amberes. Y fue su versión adulterada y humilde la que arrasó Londres durante la Locura de la Ginebra del siglo XVIII».
La guerra introdujo la «jenver» en Gran Bretaña y sus credenciales no eran en absoluto malas: era la bebida de los nobles. De hecho, Robert Dudley, primer conde de Leicester, fue uno de sus valedores. Durante sus campañas militares en Amberes, sus soldados cayeron prendados de este brebaje y, por ejemplo, el erudito Samuel Pepys hablaba de los efectos curativos del «aguardiente al enebro». La llegada de un holandés de nacimiento, Guillermo III, al trono británico (1688) hizo el resto. El nuevo monarca protestante bebía ginebra frente al brandi predilecto de su antecesor, el católico Jacobo II. De resultas de ello, la «jenver» comenzó a hacer furor en Londres y el nombre de «gin» pasó a ser más que habitual en las tabernas de la capital.
La «munitiy act»
Además de la política, otra serie de factores desencadenaron la Locura de la Ginebra: la expansión urbana de Londres, una mayor renta disponible entre las clases populares, la prohibición de importar licores franceses (fomentados por el destronado Jacobo II) y, especialmente, la «Munity Act», una ley que permitía a los ciudadanos que elaboraran licores quedar exentos de alojar tropas en sus casas. La destilación casera creció exponencialmente, las tabernas se multiplicaron, el «gin» comenzó a hacer furor. Si lo tomaban los nobles, no podía ser mala cosa. En plena vorágine de aquella locura etílica, el sagacísimo Daniel Defoe escribió: «Me parece que los pobres han hecho todo lo que sus superiores le ponían como ejemplo». Solmonson resume así aquella espiral de autodestrucción a caballo del «gin»: «Nunca antes una bebida había hipnotizado a Inglaterra de tal modo y Londres nunca volvería a estar tan continuamente borracha como lo estuvo entre 1720 y 1751». Las cifras cantan: la producción de cerveza (hasta entonces, bebida nacional) bajó en torno a un 20%; la de ginebra subió en un 400%. Espectacular.
Los efectos comenzaron a ser palpables tras unos pocos años de Locura. Aquel extraño aguardiente que los británicos llamaban «gin» contenía 91 grados etílicos (hoy en día una ginebra al uso ronda los 45). Frente a la nutritiva cerveza, el «gin» no aportaba energía para una dura jornada. «La alta graduación, las deficiencias alimentarias y los bajos índices de masa corporal formaban la combinación perfecta para el desastre». Pero mientras Londres seguía incesantemente borracha y los «gin shops» crecían exponencialmente, el pánico comenzaba a apoderarse poco a poco de la población y la ginebra iba adquiriendo fama de demoníaca. Varios incidentes criminales reforzaron la idea de que el «gin» que toda Londres bebía a todas horas amenazaba con destruir la convivencia en Inglaterra. Los partes policiales de trifulcas, asesinatos y hasta infanticidios contenían a menudo la misma palabra: ginebra. Y lo más sobrecogedor era que aquel brebaje había dado el salto a las provincias. «Si el consumo de esta ponzoña continúa al ritmo actual, en veinte años quedará poca gente para beberla», advertía el popular escritor Henry Fielding. Pero, ¿quién podía detener aquella locura colectiva? Aparentemente, los mismos que la habían fomentado, los gobiernos. Y, a pesar de los pingües beneficios que la elaboración y los impuestos de la ginebra reportaban a las clases dominantes, la presión de la opinión pública era cada vez más onerosa. Había comenzado la caza a la ginebra. «De 1729 a 1751 –explica Solmonson–, el Parlamento promulgó ocho leyes que gravaban el comercio de ginebra, imponían tasas a las licencias de los taberneros y ofrecían recompensas a los informantes». Aquella cruzada fue más ardua de lo esperado y el «gin» se sobrepuso a quienes trataban –por motivos religiosos o de paz social– de eliminarla. No fue hasta 1751 cuando, tres décadas después del inicio de aquella Locura, el furor comenzó a decrecer.
Acabar con la causa
«La ley de 1751 explotó el miedo de la gente sugiriendo que, si se lograba eliminar la causa del delito (la ginebra), la delincuencia desaparecería. Las tasas sobre los licores subieron más de un 50%, se prohibió a los destiladores suministrar aguardiente a locales sin licencia y se cerraron las pequeñas tabernas». El «gin» estaba siendo estrangulado y la cerveza aprovechó la coyuntura para retomar su lugar preponderante en el alma (y el gaznate) de los ingleses. Junto a ella, otro de los clásico de Gran Bretaña, el ron, había logrado seducir a los marineros. La ginebra pasó a ser una bebida minoritaria, una vieja pesadilla etílica. Londres despertaba de la resaca.