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Cultura amarilla

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La familia amarilla se ha convertido en una referencia, un icono que ha dado pie incluso a tesis doctorales en prestigiosas universidades y que radiografía con un tono ácido la realidad más inmediata.

-Nacieron hace veinticinco años, pero parece que fue ayer. Y no eran igual de modosos y redondeados como lo son hoy. Primero fueron dibujos de cortometraje dibujados por Matt Groening, su creador, con un trazo violento, picudo y arisco, y sus aventuras eran tan agresivas que nadie entiende cómo una cadena tan conservadora como la Fox llegó a contratarlos. Parecía la perfecta familia disfuncional de los años 80 sólo hay que recordar el capítulo en el que acuden a una terapia de grupo familiar y acaban propinándose descargas eléctricas los unos a los otros la mar de felices, o cuando Homer decide engordar monstruosamente para tener derecho a trabajar desde casa con un ordenador que maneja un pájaro termómetro. Nunca fue una familia feliz, pero con el paso del tiempo acabó por amoldarse hasta parecer la más unida y convencional familia norteamericana: Homer, un padre medio lelo; Marge, una madre que parece la émula de Elsa Lanchester en «La novia de Frankenstein» pero más buena que el pan, con sus pelos altivos de un azul estridente; dos hijos tan opuestos que representan la sensatez y la madurez, y Maggie, la niña a un chupete pegada, mirando los dibujos de los enanos mientras sus hermanos se tronchan de risa con las crueldades de Rasca y Pica y las tonterías patosas de Krusty, de quien acabaron siendo sus salvadores, no sin ante sufrir las amenazas del actor secundario Bob, el zapatones, un «serial killer» que la tiene tomada con Bart y pretende matarlo de la forma más atroz, sin conseguirlo.

La enumeración de las trapisondas de la familia Simpson sería interminable, como ver seguidas las 27 temporadas, pero no daría idea de por qué se ha convertido en el icono de la familia posmoderna actual y uno de sus referentes. En el mundo televisivo, familias dislocadas no hubo muchas: «La familia Addams», «La familia Monster» y su contrapunto, la encantadora familia protagonista de «La tribu de los Brady». Todas ellas marcaron cómo debía comportarse, en un mundo convencional, una familia moderna, mientras el exterior cambiaba a ojos vista con la irrupción de la contracultura, las drogas, el hippismo, los mundos alternativos de Warhol y John Waters con sus travestis, transexuales y la basura pop. Una diversidad sexual, aún minoritaria pero central, que acabaría por configurar nuevos estilos de familia y actitudes ante la vida tan distintas a una familia tradicional como los Monster, que deben tomarse como heraldos de la posmodernidad que ya entonces se veía venir.

Ese es el punto exacto en donde la familia Simpson irrumpe con una concepción radicalmente novedosa del mundo en donde ese modelo extremo, la tribu de los Brady, se descompone y se reestructura de forma alternativa sin perder aparentemente la forma tradicional. Homer y Marge son dos miembros de la sana y convencional familia norteamericana, pero sólo en apariencia. Sus dos hijos, Bart y Lisa, son dos niños rebeldes y cariñosos que esconden, como sus progenitores, un alma mutante. No son lo que parecen. Los cuatro, más la niña que no habla, son el núcleo esencial de Springfield, formado por un universo completo de personajes que habría que calificarlo de universo friqui ya consolidado, por ser todos ellos herederos del mundo dislocado de la familia Monster.

El equilibrio social

Las similitudes son más que aparentes, sólo que el mundo creado por Matt Groening es más complejo y reúne un microcosmos, a escala casi real, de ese mundo surrealista y dadá en el que sobresalen dos personajes femeninos: Marge y Lisa Simpson. Ambos, el ama de casa ejemplar y la estudiante competitiva que quiere ir a la universidad, son los únicos personajes razonables, sensatos, inteligentes, responsables y capaces de mantener en un equilibrio precario la familia y la sociedad. Ambas son la clave de bóveda de este friquimundo. Porque, individualmente, desde el disparatado Homer a Hibber, el médico guasón, pasando por Flanders, el vecino santurrón, Otto, el conductor fumeta del bus escolar, los compañeros chalados de la central nuclear, el depresivo Moe, el alcalde Quimby y el gordo jefe de policía Wiggum corruptos, el pastor Lovejoy y la chismosa de su mujer, las fumadoras y envidiosas hermanas de Marge, Patty y Selma, el payaso Krusty y los actores secundarios Bob y Mel y el hombre Abeja..., todos participan en mayor o menor medida de la mentalidad friqui actual, aunque, canónicamente, el friqui oficial de Springfield sea el pringoso vendedor de la tienda de cómics «La mazmorra del androide». Un megagordo coleccionista de los superhéroes de la Marvel y de los dibujos animados, especialmente de «Rasca y Pica», fan de «Star Trek» y de «La guerra de las galaxias» y consumidor de pornografía y dónuts. O los tres geeks: Benjamin, Doug y Gary, empollones informáticos a quienes Homer conoce en su vuelta a la Universidad y que le ayudan a aprobar los exámenes.

La parodia del mundo real potencia más que invalida la captación de la realidad como ninguna otra serie o película lo haya hecho de forma tan compleja y sugerente. Si se superponen episodios, personajes y tramas, el resultado es el plano del mundo a escala real pasado por su más feroz y certera crítica. Para valorar la importancia que tiene el mundo friqui en la serie y para su creador Matt Groening, hay que destacar la aparición de John Waters en el episodio «Homer-fobia». El homenaje al rey de la basura y el cine friqui no puede ser más cariñoso. Waters es un coleccionista de objetos retro, especializado en antiguallas «fifties» con regusto «camp» y estética «kitsch». Lo que le convierte en el prototipo del friquigay amante de la basura pop, enamorado por tanto de los Simpson y lo que representan. El único pero es Homer, su machismo trasnochado, motivo de que se desate en él y sus amigotes un ataque de homofobia, que acaba por poner en cuestión su «Homerfobia» y aceptar a John Waters como uno más de la familia. Pero no es solo cuestión de diversidad sexual, como cuando Homer abandona a Marge y se va a vivir con dos gays que se enamoran de su rusticidad. O de la pasión amorosa de Smithers por el viejo avaro dueño de la planta nuclear Montgomery Burns, que atesora Barbies de coleccionista. La serie está preñada de alusiones sutiles al mundo cambiante actual, a los mitos que lo han ido conformando, con sus parodias de películas, actores y grupos pop. Hay que reconocer la virtud de que podrá estudiarse el siglo XX y parte del XXI, sus usos, costumbres y cambios sociológicos tan sólo analizando Los Simpson.