cultura
Deconstruyendo subversiva y salvajemente a Thomas Mann
►La Nobel de Literatura Olga Tokarczuk «homenajea» al autor alemán y reinterpreta su obra «La montaña mágica» con maestría en «Tierra de empusas»
La literatura moderna se encuentra en un constante ejercicio de reescritura, de dialéctica entre el pasado y el presente, de revisión de los cimientos sobre los que erige sus estructuras narrativas y, por encima de todo, de autores que sustentan un territorio propio en estado de gracia plena que no emplean el tiempo en que sus textos no estén mal, sino que estén magistralmente bien. Tal es el caso de «Tierra de empusas», de la Premio Nobel Olga Tokarczuk, que no es sino un ejercicio magistral de apropiación y resignificación, un eco contemporáneo de «La montaña mágica» de Thomas Mann que, muy lejos de limitarse a la mera intertextualidad, dialoga con el clásico para subvertirlo desde una perspectiva feminista y postmoderna. La autora nos sumerge en el otoño de 1913, en la localidad de Görbersdorf, un enclave que, al igual que el Davos de Mann, se erige como microcosmos de una Europa al borde del colapso.
La llegada del joven polaco Mieczysław Wojnicz al sanatorio local, bajo el pretexto de buscar una cura para su tuberculosis, no es más que el inicio de un viaje hacia un espacio donde el tiempo se diluye y donde la enfermedad física es solo el reflejo de un malestar más profundo: la decadencia del viejo mundo y su sistema de valores.
La novela, al igual que su predecesora, estructura su narrativa en torno a un espacio cerrado, aislado del mundo, donde una galería de personajes diseccionan con verbo inflamado las cuestiones políticas, filosóficas y sociales de su tiempo. Pero aquí, donde Mann veía un duelo entre humanismo y nihilismo, entre Settembrini y Naphta, Tokarczuk nos ofrece una tensión narrativa distinta: la de un patriarcado tambaleante que, en su misoginia caricaturesca, no percibe la amenaza que se cierne sobre él. Los huéspedes del sanatorio pontifican sobre la inferioridad de las mujeres, su escasa capacidad intelectual, su condición de seres a medio camino entre la humanidad y la bestialidad, sin darse cuenta de que el bosque, y con él lo arcano y lo femenino, se están reagrupando en las sombras.
En «Tierra de empusas», la naturaleza es un personaje tan vivo como amenazante. Las montañas silesias, con sus densos bosques y sus habitantes invisibles, se convierten en un organismo pulsante, lleno de presagios y misterios. En la mitología griega, las empusas eran demonios femeninos que devoraban a los hombres. Tokarczuk retoma esta figura para trastocar la fórmula clásica del horror gótico, pero aquí no es la fragilidad de la mujer lo que inspira temor, sino su poder latente, su capacidad de erigirse como una fuerza destructiva contra el orden masculino. La obra se pliega sobre sí misma en una reflexión metanarrativa: los discursos misóginos de los personajes están tomados directamente de la tradición filosófica y literaria occidental. Platón, San Agustín, Shakespeare, Nietzsche, Freud, todos ellos aparecen citados como pilares de una cosmovisión que ha reducido lo femenino a un estado de otredad pasiva.
El motivo de lo espectral y lo onírico está profundamente entretejido en la novela, dotándola de un aire de extrañamiento que recuerda a la literatura de Kafka y a la tradición del horror filosófico, pero dando un paso más allá en lo mágico, demoníaco y oscuro a merced de una desbordante imaginación. El bosque no es solo un escenario pasivo, sino una entidad autónoma y soberana, un espacio de transformación donde las reglas de la lógica y la razón quedan en permanente suspenso. Wojnicz, como Hans Castorp en la novela de Mann, es testigo de una realidad que poco a poco se desmorona ante sus ojos. Pero mientras que Castorp experimenta la enfermedad como un tránsito hacia el conocimiento, Wojnicz se enfrenta a un destino más ambiguo y enigmático, un despertar que lo arranca de su identidad y lo sumerge en un universo donde los límites entre lo humano y lo monstruoso se disuelven como un azucarillo en un vaso de agua.
Si en «La montaña mágica» el tiempo se convierte en un concepto elástico en el que el protagonista se abandona a la enfermedad como una forma de suspender su entrada en la Historia, en «Tierra de empusas» el tiempo también es ilusorio, pero en un sentido distinto: es el tiempo de lo mítico, de lo cíclico, de las fuerzas que han existido siempre y que resurgen cuando el mundo de los hombres se tambalea. En la obra de Mann, la tuberculosis es un mal del alma, un signo de distinción y decadencia. En Tokarczuk, en cambio, la enfermedad es también una pérdida de identidad, una transmutación que su protagonista sufre sin saberlo, una revelación de su verdadera naturaleza.
Mieczysław Wojnicz es un personaje fascinante precisamente porque se mueve entre la ingenuidad y la intuición. Su llegada al sanatorio lo enfrenta a un mundo que es a la vez cómico y siniestro, donde los hábitos masculinos se presentan como una parodia grotesca de sí mismos. Sus intentos de encajar en la estructura patriarcal, de aceptar las reglas del juego, se ven minados por su propio instinto, que lo arrastra hacia el bosque, hacia lo desconocido, hacia lo monstruoso. La novela juega con el terror, sí, pero no con el terror tradicional: aquí, el miedo se trata de una corriente subterránea que se desliza entre las conversaciones, que acecha en los silencios, en las rendijas de la casa de huéspedes, en las figuras espectrales que habitan el paisaje.
Lo que pocos autores pueden
El estilo de la autora es hipnótico, con una prosa que oscila entre lo filosófico y lo sensorial, entre la ironía y la contemplación. Hay en «Tierra de empusas» una atención minuciosa a los detalles, un placer en la descripción de lo tangible: el olor a musgo, la textura de los hongos, la luz filtrándose entre los árboles. La autora logra lo que pocos pueden: una atmósfera que se adhiere al lector, que lo sumerge en un estado de vigilia febril, donde el mundo ordinario se desdibuja y deja entrever su reverso espectral. Además, la prosa de Tokarczuk, aunque anclada en una estructura clásica, se permite licencias estilísticas que recuerdan a la literatura simbolista. Hay un juego constante entre lo visible y lo invisible, entre lo dicho y lo insinuado, que confiere a la novela una textura envolvente. Su capacidad para hilvanar reflexiones filosóficas sin perder de vista la tensión narrativa es una de sus mayores virtudes, logrando que la novela funcione en múltiples niveles de lectura.
«Tierra de empusas» es una obra que trasciende su condición de homenaje para convertirse en una deconstrucción feroz y subversiva. No solo reinterpreta «La montaña mágica», sino que la desarma, la retuerce y la reconstruye desde una perspectiva en la que lo marginal, lo reprimido y lo monstruoso recuperan su agencia. Con esta novela, la Premio Nobel polaca nos ofrece un relato que es a la vez un espejo del pasado y un aviso para el presente, una ficción de terror que, en su última instancia, se revela como una historia de justicia poética y venganza igualmente mágica. En última instancia, la narradora nos invita a contemplar la fragilidad de los sistemas de poder –gobernado por mitos y no por la razón– y el retorno de lo reprimido como una fuerza inevitable en un libro fascinante y perturbador donde lo que de verdad cuenta es el conflicto entre la supremacía masculina y una insaciable energía femenina del bosque, múltiple e igualmente violenta.