«El arte ha muerto»: 100 años de Dadá
Zúrich y su Cabaret Voltaire se vuelcan con el centenario del movimiento más osado y rupturista de su época, articulado en torno a una palabra «que no significa nada».
Zúrich y su Cabaret Voltaire se vuelcan con el centenario del movimiento más osado y rupturista de su época, articulado en torno a una palabra «que no significa nada».
Podría ser el vagido de un bebé o la risa de un gangoso. Da Da. Apenas dos palabras, dos monosílabos, casi onomatopéyicos, que son en realidad el mismo. En resumen: un sinsentido, fruto del puro azar o de una elección automática de la consciencia. Y, sin embargo, esta estúpida consigna cambió para siempre la historia del arte, el devenir de la vanguardia. El primer hombre que se despertó una mañana y dijo «dadá» fue Tristan Tzara. Levantó acta del suceso el escultor y poeta Hans Arp: «Declaro que Tristan Tzara encontró la palabra “dadá” el 8 de febrero de 1916 a las seis de la tarde». Ni siquiera el propio Tzara, poeta de origen rumano, sabía por qué ni para qué. Y en esa elección totalmente «random» se fundamenta lo que será el movimiento más osado hasta la fecha. «Dadá no significa nada. Si alguien lo considera inútil, si alguien no quiere perder tiempo por una palabra que no significa nada... El primer pensamiento que se agita en estas cabezas es de orden bacteriológico..., hallar su origen etimológico, histórico o psicológico por lo menos». El propio texto, perteneciente al Manifiesto de 1918, es caótico, de extraña construcción...
Entre pubs miserables
A los dadaístas, a quienes habían allanado el camino los cubistas y los futuristas italianos, poco le importan las convenciones burguesas, el orden lógico de sujeto, verbo y predicado. Les apasionan los juegos de palabras, la repetición, la aliteración, los telegramas, el flujo de conciencia que luego explotarán hasta la saciedad los surrealistas de André Breton. Dadá es casi un grito de guerra antes de que estallara la más grande que había visto el siglo, un salvaje saxofón antes de que explotará la fiebre del jazz. Dadá es un puro barbarismo y es, sobre todo, el arte de la negación porque sí. O porque no.
El dadaísmo no surgió en un café, esa cosa tan vienesa, tan burguesa, sino en un cabaret: el Voltaire de Zúrich, fundado en el 16 por Hugo Ball en una zona poco recomendable, plagada de «pubs miserables y muchas putas», según rememora Jury Steiner, quien más de 80 años después promovió la reapertura de aquel lugar. En el momento fundacional del movimiento se encontraban presentes, junto a Tristan Tzara, Hans Arp y Hugo Ball, los artistas Emmy Hennings, Marcel Janco, Sophie Taeuber y Richard Huelsenbeck. Aquella tarde noche acabó entre bailes orgiásticos al grito de «Dadá, dadá, dadá». Hoy, cien años después, Zúrich se vuelca con aquel acontecimiento: el propio Cabaret Voltaire homenajeará a 165 artistas con una exposición, a la que se suman hasta tres instituciones culturales de la «ciudad de los bancos» e incluso un baile dadaísta en la estación ferroviaria de Zúrich (será el 13 de mayo).
Lo fundamental de aquel aullido fundacional fue el eco que rápidamente halló en toda Europa y al otro lado del Atlántico. «Dadá» no se quedó en una broma de una noche, sino que sedujo a la «intelligentzia» parisina –la gran capital de los ismos– y causó estragos en Berlín y Nueva York, donde también se coreó aquella contraseña rupturista de Walter Serner: «El arte ha muerto. ¡Larga vida al Dadá!».
Pero, ¿en qué consistía exactamente aquel «Dadá»? En puridad, el nuevo movimiento carecía de normas. Es más, recelaba de toda norma. El dadaísmo era esencialmente anarquista y estrictamente antiburgués. Se funda en el sinsentido y la negativa, la destrucción de la lógica. Al ser Tzara un poeta, sus primeras expresiones fueron desde la palabra y la tipografía como arma visual: «Coja un periódico/ Coja unas tijeras/ Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta darle a su poema/ Recorte el artículo/ Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que forman el artículo y métalas en una bolsa/ Agítela suavemente/ Ahora saque cada recorte uno tras otro/ Copie concienzudamente/ en el orden en que hayan salido de la bolsa/ El poema se parecerá a usted/ Y es usted un escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido del vulgo». Pura provocación.
Dadá sedujo pronto a artistas de diversa índole, desde el fotógrafo Man Ray al pintor Francis Picabia o el artista total Marcel Duchamp. Su famoso urinario «La fuente» data de 1917. La influencia de Dadá es innegable: cualquier objeto podía ser arte si se renunciaba a las nociones de buen gusto o incluso de sentido artístico. El «ready made» (el «arte encontrado») no se entiende sin la eclosión liberadora del movimiento surgido en Zúrich. Regresamos al Cabaret Voltaire: mientras los espectáculos dadaístas continúan cada noche (música rusa, canciones alemanas, exposiciones), se publican para el mundo entero panfletos que tendrán amplia repercusión y en los que colaboran Apollinaire, Marinetti (el padre del Futurismo), Picasso o Kandinsky. El gran pope de la abstracción también hizo su parada en la estación dadaísta mientras bregaba con el vendaval de la Revolución del 17 antes de recalar en la Bauhaus.
Influencias sin desvelar
Aseguraba George Steiner que la influencia y las consecuencias de Dadá aún no ha sido desveladas. De aquel movimiento surgieron fenómenos artísticos netamente característicos de la vanguardia del siglo XX y aún vigentes como el «ready made», la «performance», el «happening»... Sin embargo, Dadá fue un aullido cronológicamente corto. En 1924 se puede dar por liquidado. El asesino fue el surrealismo. La corriente iniciada por André Breton como espejo en Francia del movimiento Dadá acabó por integrar a todos aquellos artistas que habían girado en su órbita buscando respuestas fuera de lo establecido. El surrealismo se aleja de la manía destructiva del dadaísmo. No pretende demoler porque sí, sino fundar un nuevo lenguaje desde el incosciente.
Paralelamente a esta lucha soterrada y confusa por la hegemonía vanguardista, España y Latinoamérica –tradicionalmente apartadas del circuito internacional del arte– interpretaban a su manera todo aquel magma de la nueva estética. Nuestro país nunca fue técnicamente dadaísta, pero en el magisterio de Gómez de la Serna, su humor absurdo, ilógico y hasta alógico, o en los intentos más o menos moderados del Ultraísmo y el Creacionismo, se advierte a las claras un balbuceo de protesta, de indignación, un viento rupturista que cristalizaría de forma magistral en la poesía del 27 y el arte de las décadas posteriores.