«El concierto de San Ovidio»: El sueño de los desventurados
Antonio Buero Vallejo. Director: Mario Gas. Intérpretes: José Luis Alcobendas, Lucía Barrado, Jesús Berenguer, Javivi Gil Valle, Alberto Iglesias... Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 20 de mayo.
Q+uizá lo que mejor defina el estilo de Mario Gas como director sea la apabullante pluralidad de estilos que es capaz de aglutinar. Entablando siempre una feliz comunión con los autores a los que quiere montar, y son muy variados sus gustos al respecto, podría decirse que su lenguaje escénico se funde a la perfección con el lenguaje literario de la obra sobre la que trabaja para contársela al público como probablemente el autor, cuyo sello se mantiene siempre intacto, aplaudiría que se contase en este tiempo y en este lugar. Aunque Álvaro Luna haya asumido un papel casi protagónico con sus aclamadas videoproyecciones, para crear esos ambientes multitudinarios que ninguna producción hoy podría costear; aunque el siempre genial Antonio Belart se haya permitido cierta licencia expresionista en el vestuario de la orquestina de ciegos, para dar mayor belleza al cuadro sin dejar de mostrar la patética situación de los personajes; aunque las partituras originales de Corelli y de Rodríguez Albert se hayan enriquecido, por obra y gracia de Orestes Gas, con otros vientos y cuerdas más favorables hoy a nuestros oídos; aunque se adviertan, en definitiva, muchas notas de modernidad en la compleja fragancia que ha elaborado el director, el perfume sigue oliendo al más puro Buero Vallejo y a la esencia de su teatro. La obra, una historia ambientada en el siglo XVIII francés sobre unos invidentes desdichados que buscan con su mediocre música una salida a su infortunio, es una parábola certera y universal acerca de los desheredados: la música representa la dignidad arrebatada que tratan de recuperar quiméricamente los personajes; la ceguera, que representa la privación de cualquier herramienta que les permita hacerlo, los convierte sin embargo en unos seres patéticos e ilusos frente al poder dominante. En el plano emotivo, la función hubiese calado más hondo en el público si se hubiese hecho otra lectura del personaje de David. Su carácter soñador, muy marcado en el texto y fundamental en el devenir de la tragedia, queda aquí bastante sepultado; Alberto Iglesias lo convierte en un tipo tan hosco y ceñudo que cuesta creer que pueda despertar el más mínimo interés en Adriana. Mejor encaminados están José Luis Alcobendas, que huye con inteligencia de cualquier sombra de maniqueísmo en su complejísimo Valindin; Lucía Barrado, dando a su Adriana la adecuada mezcla de inseguridad, astucia y sensualidad; y Lander Iglesias, extraordinario en su tiernísima composición del inocente Gilberto.
LO MEJOR
Ver de nuevo representado sobre el escenario a Buero Vallejo bajo un prisma contemporáneo
LO PEOR
El epílogo, innecesario ya sobre el papel, también tiene en forma de proyección algo de pegote