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Historia

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El día en que la Reina Isabel paró los pies al Papa Borgia

«Isabel la católica. Por qué es santa» verá la luz el 12 de junio. El volumen cuenta con abundante material inédito

Isabel la Católica pintada por Juan de Flandes (1500-1504)
Isabel la Católica pintada por Juan de Flandes (1500-1504)larazon

«Isabel la Católica. Por qué es Santa» verá la luz el 12 de junio. El volumen cuenta con abundante material inédito.

El informe se conserva en el Archivo Secreto Vaticano y sale a relucir ahora, junto con un formidable arsenal de documentos inéditos, en el libro «Isabel la Católica. Por qué es santa», que sale a la venta el próximo miércoles en toda España como una de las grandes apuestas editoriales de Homo Legens. Declarada Sierva de Dios por la Santa Sede, el proceso de beatificación de Isabel la Católica contiene 3.160 legajos repartidos en 27 tomos, el primero de ellos con dos volúmenes.

Constituyó ya un verdadero privilegio poder acceder en su día a todo ese material de primera mano, donde se desmonta la falsa «leyenda negra» entretejida contra la reina Isabel sobre asuntos tan controvertidos como el descubrimiento de América, la Inquisición, la reconquista del Reino de Granada o la expulsión de los judíos. Mal llamada «expulsión», dado que se trató en realidad de la suspensión del permiso de su permanencia en España, a modo de pasaporte actual, sin que ello representase injuria alguna.

El libro aborda otros temas no menos interesantes, como el descubrimiento de la momia del rey Enrique IV de Castilla, hermanastro de Isabel la Católica, o la carta del futuro San Francisco de Borja al entonces príncipe Felipe (más tarde, Felipe II), fechada en mayo de 1554, sobre los exorcismos requeridos para Juana la Loca. Pero ocupémonos ahora del informe secreto aludido al principio. Cuando el cardenal valenciano Rodrigo de Borja (Borgia, en italiano) fue elegido el Papa número 214 de la Iglesia, en 1492, bajo el nombre de Alejandro VI, la reina quedó desconcertada y calló. Aunque cuando el Pontífice decidió celebrar por todo lo alto la boda de su hija Lucrecia Borja, la reina consideró llegado el momento oportuno de comentarle algo, aprovechando su condición de compatriota y allegada suya.

La salud de Leon X

Advirtamos, antes de proseguir con esta insólita historia, que la reina Isabel jamás perdió de vista en el vértice eclesial la sempiterna figura del Papa como sucesor de Pedro. Amó y respetó siempre al Romano Pontífice como vicario de Cristo en la tierra. Conocemos incluso cómo deseaba ver adornado al Papa de virtudes por su propia carta del 2 de marzo de 1504, ante las noticias alarmantes sobre la salud del florentino Giovanni, coronado como León X, cuyo reinado se extendió hasta 1521.

Tras ofrecer plegarias por su recuperación y larga vida, expresaba sus intenciones para el caso de que Dios dispusiese otro sucesor en su castellano antiguo: «En gran manera deseamos que fuese elegido por Papa muy buen ombre e buen cristiano, e de buena vida, e que tuviese muy buen zelo de todas las cosas del servicio de Nuestro Señor, e a la buena gobernación de la Iglesia e a la reformación della, e a la paz de la cristiandad e a la guerra de los infieles, e que su elección fuese limpia e canónica e sin ningund interese». Pero no parece que fuera ese el perfil del Papa Rodrigo de Borja, ni mucho menos... Todo sucedió en Medina del Campo, donde residía entonces la Corte, ante la cual estaba acreditado como Nuncio de Alejandro VI, el también valenciano Francisco des Prats. De la exquisita discreción con que la reina llevó el asunto es prueba irrefutable que únicamente sepamos hoy lo que sucedió por el Informe reservado del Nuncio al Papa sobre su conversación privada con ella. Redactado en valenciano, el citado informe se conserva en el Archivo Secreto Vaticano. De su lectura no sólo emerge la bravura de Isabel, sino también su sagacidad diplomática, la humildad de sus formas, y aquella mano enguantada de que Dios la dotó para tocar, sin herir, los temas más espinosos como el que ahora nos ocupa.

Relataba el Nuncio al Papa que la reina despidió de la estancia a secretarios y ayudantes para quedarse a solas con él; e incluso que ella misma trancó la puerta por dentro. Insólita actitud de Isabel, por cuanto ella jamás consiguió estar a solas en su despacho. Sabemos así, por su confesor fray Hernando de Talavera, que cuando necesitó recogimiento para reflexionar en soledad sobre las graves cuestiones, tuvo que meterse en cama sin estar enferma.

He aquí, ahora, lo más granado del informe confidencial del Nuncio al Papa, traducido al castellano: «La reina me ha dicho que hacía días quería hablarme y que lo había diferido porque pensaba enviar una embajada especial a Su Santidad para darle las gracias por el feliz despacho de todos los asuntos que le habían suplicado. Pero que esta embajada [la de Diego López de Haro a Alejandro VI] se difería, y había pensado hablarme y que yo transmitiera a Su Santidad sus palabras».

Advirtamos que, ni siquiera por embajadores, quiso decir Isabel esto al Papa. Recurriendo sólo al Nuncio, todo quedaba entre los tres. Pero la Reina jamás pensó que el relato autógrafo del Legado pontificio, conservado como decíamos en el Archivo Secreto del Vaticano, pudiese trascender en el futuro.

Prosigamos con el informe:

«Me dijo [Isabel] que su Majestad tenía mucha voluntad y amor a vuestra Beatitud... que estuviese cierto de que no las decía con mal ánimo, sino con todo amor, y que se veía constreñida a hablar y tratar algunas cosas que de vuestra Beatitud oía, de las cuales, porque quiere bien a vuestra Santidad, recibía gran enojo y displicencia, mayormente porque eran tales que engendraban escándalo y podrían traer consigo algún inconveniente; concretamente, las fiestas que se hicieron en los esponsales de doña Lucrecia, y la intervención de los cardenales, es decir, del cardenal de Valencia [hijo de Rodrigo de Borja, el Papa] y del cardenal Farnesio y del cardenal de Luna; y que yo, de parte de su Majestad, escribiese a vuestra Beatitud, quisiera mirar mejor en estas cosas; y que vuestra Santidad no mostrase tanto calor en las cosas del duque [César Borja, también hijo suyo], que sus Majestades le tendrían por muy encomendado y le harían mercedes». A continuación, el Nuncio informaba al Papa de su respuesta a la Reina: «Que no tenía razón para estar tan enojada de las cosas de vuestra Santidad, y que bien se veía que su Majestad no había querido comparar la vida de los otros Pontífices predecesores de vuestra Beatitud, con la de vuestra Santidad. Y de aquí yo le corregí algunas cosas de los Papas Sixto IV e Inocencio VIII, mostrando cuánto más dignamente se portaba vuestra Santidad respecto a ellos». Y ahí quedó la cosa. Pero Isabel no pudo callar en conciencia, por muy Papa que fuese el ínclito Rodrigo de Borja.

Un nube de pretendientes

Era tan hermosa que la declararon «novia del Occidente». En las cortes europeas se la disputaban como infanta y futura reina. Y en España, sin ir más lejos, se concertó su primer matrimonio con Fernando de Aragón, con quien acabaría desposándose cuando ella contaba tan solo siete años y él uno menos.Pero nadie se daba por vencido a la hora de conquistar la mano de Isabel, una niña bellísima de alta estatura, rostro ovalado y larga y sedosa melena rubia, que engatusaba a los hombres con su expresiva mirada, entre bondadosa y complaciente.

Sus ojos eran azules, verdosos a cierta distancia, enmarcados por unas finas y largas cejas que señalaban el inicio de su proporcionada frente, de un blanco perlado como el resto de la piel; la nariz grande, sin los excesos borbónicos de Francia, y la boca bien perfilada, si acaso más protuberante el labio inferior.

Podía decirse que sonreía con la mirada sobre sus mejillas coloradas; las orejas iban a menudo cubiertas, pero se adivinaban menudas y armoniosas, junto a una garganta de cisne y unas manos gentiles. No era extraño así que un “infanticida” de la talla de Carlos de Viana, primogénito de Juan II, clavase por ejemplo con cuarenta años su lasciva mirada en aquella preciosa criatura, de tan sólo diez.