Historia

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¿El fantasma del eje resucita en Europa?

El canciller austriaco habló esta semana de la necesidad de «luchar contra la inmigración ilegal», una propuesta bien recibida por los ministros del Interior de Italia y Alemania y que recuerda la alianza entre Mussolini y Hitler, a la que en 1936 llamaron el «Eje vertical de Europa»

Hitler recibió a Mussolini en Múnich en 1936, donde el Duce dio un discurso
Hitler recibió a Mussolini en Múnich en 1936, donde el Duce dio un discursolarazon

Una palabra maldita ha sacudido Europa durante la última semana como un latigazo: Eje. Un recordatorio del Eje Berlín-Roma, de la alianza entre Hitler y Mussolini.

Una palabra maldita ha sacudido Europa durante la última semana como un latigazo: Eje. Un recordatorio del Eje Berlín-Roma, de la alianza entre Hitler y Mussolini. La propuesta la formulaba el conservador xenófobo y nacionalista Sebastián Kurz, canciller austriaco (por cierto, Hitler era austriaco y canciller, aunque de Alemania, y alguien ya se lo ha recordado, llamándole «el pequeño Hitler»), que declaraba: «Necesitamos un eje para la voluntad en la lucha contra la inmigración ilegal».

El problema no era solo una pura coincidencia terminológica, sino que se apoyaba en sus conversaciones con el ministro del Interior alemán, el conservador bávaro del CSU, Horst Seehofer... (¡Malditas coincidencias! ¿No fue en Baviera, en Múnich, dónde Hitler fundó el National Socialist Arbeiterpartei, es decir, el partido nazi, hace 98 años?). Seehofer, uno de los representantes del nacionalismo bávaro en su versión más sospechosa, declaró haber hablado con el ministro del Interior italiano «y que éste deseaba que Roma, Viena y Berlín trabajasen juntos a nivel de Interior en las áreas de seguridad, lucha contra el terrorismo y el tema capital de la inmigración».

La caja de Pandora estaba abierta porque el italiano Matteo Salvini es el portaestandarte a de la Liga Norte, un político que –como Mussolini– evolucionó desde la izquierda hacia el populismo, donde se declara anti-euro, en muchos aspectos anti Unión Europea, simpatizante del lepenismo francés, antinmigración, anti matrimonios del mismo sexo, antigitanos... Salvini, también viceprimer ministro, emitía un mensaje racista cuando proponía censar a los gitanos y expulsar a todos aquellos que no hubieran nacido en Italia, lamentándose de no poder hacerlo con los que fueran italianos... «a esos tendremos que quedárnoslos». La propuesta no era fruto de un calentón o un «lapsus linguae»: ha cursado órdenes para que se inicie la investigación y contar con cifras concretas sobre las personas de etnia gitana residentes en Italia.

El pasado enero, Salvini se declaró admirador del fascismo, que «hizo muchas cosas buenas por Italia», aunque rechazó su política antisemita y racista. El presidente Sergio Mattarella condenó tal reconocimiento porque se trataba de una «concesión errónea e inaceptable que debe ser rechazada enérgicamente. El racismo y la guerra no fueron meros accidentes, sino una consecuencia directa e inevitable de tan errónea doctrina». Ese cúmulo de circunstancias, el crecimiento de populismos xenófobos, racistas, nacionalistas y antieuropeistas y el inesperado surgimiento de la fórmula «Eje» han causado una profunda preocupación en los ambientes democráticos de Europa ¿Qué está pasando? ¿De dónde viene esa peste?

Relaciones tirantes

Hace ochenta años, Hitler y Mussolini desconfiaban el uno del otro y sostuvieron relaciones tirantes, incluso amenazadoras, durante tres años, sobre todo tras el asesinato del canciller austriaco Engelbert Dollfuss por activistas nazis. Pero una serie de gestos mutuos, entre los que no fue el menor su colaboración con la sublevación militar española, acercó sus posiciones y el 23 de septiembre de 1936, Hitler recibió a Mussolini en Múnich, con la ciudad engalanada y los muniqueses aplaudiendo hasta romperse las manos y soportando una copiosa lluvia para escuchar el discurso del Duce. Hitler le mostró sus industrias pesadas y de armamento, le honró con maniobras militares y desfiles y le abrumó con banquetes y honores.

Mientras, los titulares de Exteriores de ambos países, Joachim von Ribbentrop y el conde Galeazzo Ciano, firmaban el Pacto del Eje: un amplio tratado de cooperación y en el reconocimiento de una «comunidad de intereses». Al finalizar su visita, Mussolini, feliz, declaró: «Cuando el fascismo tiene un amigo marcha con él hasta el final». Para demostrarlo, un mes después se adhirió al pacto Antikomintern. Tal acuerdo reforzaba el Eje, al que el Duce volvía a referirse aquel otoño: «La línea Berlín-Roma no es un diafragma, sino, más bien, un eje, el Eje vertical de Europa».

Pese a las excelentes relaciones mantenidas a partir de entonces, Berlín y Roma no tuvieron otras vinculaciones hasta que, en mayo de 1938, con ocasión de la visita de Hitler a Italia, Von Ribbentrop le propuso a Ciano la firma de un pacto militar. Se dieron largas a aquel proyecto pero hubo otras aproximaciones al nazismo muy negativas para el fascismo y para el juicio moral de Mussolini. Dos meses después de la visita de Hitler, apareció una información, presuntamente apoyada en testimonios de famosos intelectuales, según la cual los italianos eran arios puros desde las invasiones lombardas entre los siglos sexto y octavo. Las carcajadas se escucharon en toda Europa, pero el Gran Consejo Fascista se lo tomó en serio y sentó las bases de una legislación racista para Italia, que prohibía los matrimonios entre judíos y arios (¡!), expulsaba del país a cuantos judíos hubieran llegado a Italia después de 1919, creaba escuelas separadas y vedaba el acceso de judíos a empleos públicos, cargos oficiales y profesiones como la enseñanza, el periodismo y la banca.

Razones de conveniencia

Nunca se cumplieron esas leyes y el propio Mussolini confesaría: «Me importa un comino esa teoría del antisemitismo. Sigo esta política por razones de conveniencia», pero aquellas leyes aumentaron la oposición al régimen, sembraron dudas respecto a la cordura del Duce y le enfrentaron con el rey, que pidió «infinita piedad para los judíos», lo que sacó de sus casillas al dictador, que gritó exasperado: «¡Este marica merece ser tratado como uno de ellos!».

La aproximación de Roma a Berlín iba a continuar a comienzos de 1939: Mussolini estaba tensando las relaciones con Francia pues codiciaba Córcega y las colonias francesas de Djibuti y Túnez, lo que le indujo a firmar el acuerdo de defensa. El Conde Ciano anotaba en sus «Diarios» el 5 de enero de 1939, con la ofensiva franquista sobre Cataluña en apogeo: «Noticias muy buenas de España. El único peligro consiste en una intervención en masa de las fuerzas francesas a través de los Pirineos (...). Para detener esa amenaza he comunicado a Londres y a Berlín que si los franceses se mueven, cesa la política de No Intervención. Nosotros también enviaremos divisiones regulares. Es decir, haremos la guerra a Francia en tierras de España (...). El Duce me ha dicho que ha puesto al corriente al rey de la próxima alianza militar con Alemania. Se ha mostrado satisfecho. No quiere a los alemanes, pero detesta y odia a los franceses».

Los juegos del Führer

El 7 de enero llegó a Roma el borrador del tratado cuya firma estaba lista para el 28 de enero, pero la retrasaron varios imprevistos, el más grave de ellos la anexión de Checoslovaquia, el 15 de marzo de 1939, que Berlín no se molestó en comunicar a Roma. Ante lo que Mussolini reaccionó apoderándose de Albania... Hitler, se mostró encantado con el juego: ya tenía a Mussolini en sus manos. Un mes después le comunicó que no consentiría más tiempo la afrenta de Danzig y la intransigencia polaca a solucionarlo. Mussolini confesó a Hitler que tardaría al menos un año en estar preparado para implicarse en una guerra, por lo que necesitaba la ayuda alemana. El Führer, astutamente, quitó importancia al asunto, asegurándole que la alianza le interesaba porque frente a Polonia su actuación quedaría reforzada si contaba con su respaldo. Y aún hubo más engaños: Ciano le comunicó a Ribbentrop que Italia necesitaría dos o tres años para estar lista y el alemán le replicó que a ellos les pasaba lo mismo: no irían a la guerra antes de 1942 o 43.

Fijado el texto, el tratado de defensa germano-italiano, conocido como Pacto de Acero, fue firmado el 22 de mayo de 1939. Horas después, Hitler dio instrucciones a su Ejército para que se aprestara a una guerra inmediata y al cabo de cien días comenzó la Segunda Guerra Mundial.