El gran DiCaprio
Hace 12 años, «Moulin Rouge» abrió el telón del Festival de Cannes con su lisérgica visión del amor en la Belle Epoque parisina. Ayer «El gran Gatsby» hizo otra vez los honores, pero se encontró, al menos en la primera sesión de Prensa, con una reacción fría y displicente.
Hace 12 años, «Moulin Rouge» abrió el telón del Festival de Cannes con su lisérgica visión del amor en la Belle Epoque parisina. Ayer «El gran Gatsby» hizo otra vez los honores, pero se encontró, al menos en la primera sesión de Prensa, con una reacción fría y displicente. Da la impresión de que la crítica quería un más difícil todavía, un remix de excesos erótico-festivos que el australiano Baz Luhrmann reserva para la primera parte de la película, una orgía de confetti y champán francés orquestada a ritmo de rap con la excéntrica sensibilidad de un cineasta que es capaz de lo más banal y de lo más sofisticado en un mismo plano. Toda juerga tiene su resaca, y su adaptación del clásico de Scott Fitzgerald se calma cuando se trata de desvelar el misterio de ese nuevo rico que construye un palacio para reconquistar a su amada, y acaba dándose cuenta de que su paraíso, habitado por parias, corruptos y noctámbulos, no es más que una cárcel de cristal a punto de romperse en mil pedazos.
Luhrmann podría hacer suyas las palabras de Flaubert cuando declaró «Madame Bovary, c'est moi». Sí, Gatsby es él: un creador de quimeras «kitsch» que quieren seducir al público a toda costa, un Don Quijote que inventa una Dulcinea a su medida. Ayer, en la rueda de Prensa que inauguró la 66 edición del Festival de Cannes, explicaba cómo se le ocurrió, hace diez años, la idea de adaptar «El gran Gatsby». La escena parece, de tan improbable, robada de una de sus películas: «Solo, viajando en el Transiberiano, con una copa de vino en la mano y unos cuantos audiolibros en mi poder, descubrí que "El gran Gatsby"era un espejo de nuestra época».
Es de suponer que el carácter visionario de la novela de Scott Fitzgerald, lectura obligatoria en los institutos de Norteamérica, sea uno de sus principales atractivos, sobre todo ahora, cuando el «viva la virgen» del clima de bonanza financiera pre-Lehmann Brothers parece tener tantos puntos en común con el «caviar para todos» de la América de los años veinte, una América donde el placer y la felicidad alcohólica se convirtieron en un producto que comprar y vender, condenando a las clases desfavorecidas a un penoso «after hours» celebrado en las cunetas del sistema. Pero, por mucho que diga Luhrmann, a él le interesa menos la dimensión socioeconómica de la novela que el aliento trágico del protagonista, interpretado con una soberbia mezcla de angustia, orgullo, tensión y vulnerabilidad por un extraordinario Leonardo di Caprio.
«Todos estamos fascinados con Jay Gatsby como icono cultural. Todos nos identificamos con la gente dotada de esa autodeterminación y ese empeño de convertir en realidad nuestros sueños», afirmó un DiCaprio acostumbrado a defender personajes a un paso de la locura. En manos de Luhrmann, Gatsby no sólo encarna la cara oscura del mito del «self-made-man», arquetipo básico del sueño americano, sino también un héroe shakesperiano, un Orfeo en busca de su Eurídice, un Narciso que insiste en reconocerse en una masa que le da la espalda en cuanto las cosas se ponen feas. «Es un personaje consumido por la obsesión, y esa es su tragedia», puntualizó DiCaprio. «Me conmovió su constante búsqueda de un significado, de una identidad que le sirva para lograr lo que quiere».
Cuando, en el filme, Luhrmann se detiene para explicar las motivaciones de su protagonista, cierra compuertas y controla la irresistible exuberancia de su estilo, que, por otra parte, parece una perfecta traducción visual de la prosa de Scott Fitzgerald. Las 3D (bastante innecesarias, todo hay que decirlo) dejan de transformar en espectáculo lo que, en realidad, es una historia de amor desesperado, o al menos así nos lo cuenta Luhrmann. Quizá ésa sea la mayor libertad que se haya tomado con el texto de Scott Fitzgerald, en el que la imagen que Gatsby tiene de Daisy (Carey Mulligan), su postergado objeto de deseo, es casi abstracta, de tan idealizada. En el libro, Gatsby está enamorado de un sueño. En la película, Luhrmann revisita «Romeo & Julieta», su amor resulta real, tangible, y por lo tanto, ciego.
Adaptación literal
«En el estreno en Los Ángeles, se me acercó una señora que me felicitó por la película y me dijo: "He venido desde Vermont para verla y le puedo asegurar que a mi abuelo le hubiera gustado mucho"», explicó Luhrmann. Aunque la nieta de Scott Fitzgerald haya dado el beneplácito a esta versión –cosa que, probablemente, no hizo con la acartonada adaptación de la novela que firmó Jack Clayton en 1974, con guión de Coppola y con Robert Redford y Mia Farrow como protagonistas–, es posible que los puristas empiecen a fruncir el entrecejo, sin entender que el director de «Australia» ha filmado la más literal de las adaptaciones –con voz en off del narrador, Nick Carraway, copiada directamente de sus páginas– permitiéndose el lujo de serle intermitentemente infiel.
Spielberg y el idioma común del cine
Spielberg, que ganó el premio al mejor guión en Cannes por «Loca evasión», había rechazado en varias ocasiones la presidencia del jurado, pero ahora que ha ralentizado su estajanovista ritmo de trabajo, ha podido aceptar el desafío. Su poder de convocatoria es innegable, por lo que el Festival de Cannes cuenta en esta 66 edición con uno de sus jurados más espectaculares. Los que acompañan al cineasta en la ardua labor de otorgar un palmarés que se intuye más convencional que en otras ediciones son gente tan ilustre y dispar como Ang Lee, Nicole Kidman, Cristian Mungiu, Naomi Kawase, Christoph Waltz y Daniel Auteuil. No parece el director de «E.T.» un dictador (como lo fue Isabelle Huppert) o un hombre de rígidos principios (como será recodado Sean Penn). «En las próximas dos semanas vamos a celebrar el cine», afirmó. Y apostilló: «Todos los que estamos en esta mesa hablamos un idioma común: las películas». Ahora toca esperar.