Emily Carr, el alma artística de los bosques de Canadá
Su contribución a la vanguardia canadiense en el terreno pictórico no le fue reconocida hasta que cumplió los 54 años, pero esta artista consiguió retratar las aldeas aborígenes y su legado
Madrid Creada:
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Emily Carr, nacida el 13 de diciembre de 1871 en Victoria, Columbia Británica (Canadá), fue una pionera en la pintura canadiense y un pincel delator de las injusticias de su tiempo. Proveniente de una familia británica emigrada desde Kent, sus padres intentaron inculcar los valores estrictos de la época victoriana en sus hijos, alimentando una rebeldía innata en ella en ese aislado entorno. La Columbia Británica había dejado de ser una colonia del Imperio Británico, pero no fue hasta 1875 que el Ferrocarril del Pacífico Canadiense se adentró a la costa oeste para proporcionar un enlace con el resto del país.
El arte pronto se convirtió en su una vía de escape a la severidad de su hogar, dominado por la rígida disciplina de su hermana mayor tras la muerte de sus padres cuando Emily tenía apenas 16 años. A los 19 años, convenció a su tutor para que le permitiera estudiar arte en San Francisco. Allí, durante tres años, perfeccionó sus habilidades hasta que los problemas financieros la obligaron a regresar a casa. Pero su sed de conocimiento la llevó a Londres en 1899. Lamentablemente, el arte atrapado en la tradición no lograba fomentar la fuerza creativa que ella buscaba liberar. Aunque en París descubrió a los impresionistas, cuyas obras la conectaron con su esencia. Absorbió la vitalidad de Van Gogh, la osadía de Gauguin y la libertad de Matisse, incorporando en su propio arte la audacia de colores vibrantes y trazos intensos que, más tarde, definieron su estilo.
Pero esa lucha interna que siempre la acompañó también afectó su salud. Ingresada durante 18 meses en un hospital londinense por lo que llamaban «histeria», Emily dibujó su experiencia y escribió en su diario: «No pude soportar la falta de aire de las salas de estar […] los médicos decían […] que ‘‘había algo en estas grandes ciudades que estos canadienses no podían soportar desde sus grandes espacios, era como poner un pino en una maceta’’». En 1904, Emily regresó a Canadá y comenzó a dar clases de arte en Vancouver a mujeres de la alta sociedad, pero sintió una profunda frustración ante el poco compromiso y motivación. Luego abrió su propia escuela de arte para niños, que tuvo un gran éxito. Su gran cambio llegó en 1907, cuando viajó con su hermana a Alaska. Este viaje transformaría su vida.
A lo largo de ese trayecto, Emily se sintió fascinada por las culturas indígenas de la región y especialmente por los majestuosos tótems que descubrió y pintó. A partir de ese momento, su misión quedó clara: documentar las aldeas aborígenes y su legado antes de que desaparecieran bajo la amenaza de la modernización. En 1913, organizó una exposición en Vancouver con más de 200 cuadros que reflejaban en clave fauvista la vida indígena, pero su estilo modernista causó rechazo. Este golpe la dejó tan devastada que durante 13 años abandonó la pintura.
El reconocimiento que tanto merecía no llegó hasta 1927, cuando Emily tenía ya 54 años cuando fue invitada a participar en una muestra junto al influyente «Grupo de los Siete», los artistas más importantes de la vanguardia canadiense, siendo ella la única mujer admitida. Emily encontró por fin una comunidad artística que apreciaba su pintura, canalizada en representar la presencia material de la cultura autóctona y la majestuosidad de los paisajes canadienses. Pero Emily advirtió algo horrible: se dio cuenta que los locales habían dejado de construir tótems, y comenzó a notar cambios inquietantes en los bosques, captando la amenaza creciente que la industrialización suponía para ellos en sus cuadros. Sus últimos trabajos muestran paisajes más sombríos, donde la naturaleza lucha por sobrevivir bajo la mano destructiva del hombre.
Después de 1937, una serie de problemas de salud la obligaron a dejar de pintar. En lugar de eso, se dedicó a la escritura, produciendo una serie de libros que reflejaban sus memorias y su conexión con la naturaleza. Emily murió el 2 de marzo de 1945, pocos días antes de recibir el reconocimiento oficial de su legado: un Doctorado Honoris Causa en Letras por la Universidad de Columbia Británica. Hoy, Emily Carr es reconocida no solo como una de las artistas más importantes de Canadá, sino como una figura clave en la lucha por preservar las culturas indígenas y los paisajes naturales (debate que sigue en boga en Canadá). Mientras otros artistas pintaban bucólicos paisajes canadienses, Emily retrataba la realidad de un mundo en peligro, de una naturaleza amenazada, de culturas al borde de la desaparición. Su obra, cargada de espacios vacíos y soledad, es un silencioso pero contundente grito contra la destrucción y el olvido.