Epicuro nos hace felices
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¿Quiere usted ser feliz? No puede tenerlo más fácil. Basta con leer a un hombre que vivió en Atenas entre los siglos III y IV a. C., llamado Epicuro, del que se dice que escribió trescientos libros, aunque no se haya conservado ninguno, y cuyo pensamiento nos ha llegado gracias a la obra-homenaje de Lucrecio «De rerum natura», varias cartas del propio pensador sobre física, ética y astronomía, entre otros asuntos, y cuarenta máximas transcritas por Diógenes Laercio. Y es que es feliz quien, por así decirlo, tiene suficiente voluntad para lograrlo. Por eso un epicúreo de pro, el emperador Marco Aurelio, dijo: «Muy poco se necesita para hacer una vida feliz, todo está dentro de ti mismo, en tu forma de pensar». Problema solucionado. Bien, tal vez no sea tan fácil después de todo. Las continuas y abundantes novedades en las librerías de libros de autoayuda, vida sana, saber cómo ser padres y demás asuntos sobre cómo estar a gusto con uno mismo y el entorno atestiguan la ansiedad del ser humano a la hora de alcanzar una cosa que hasta Epicuro ni se planteaba –la meta de vivir es ser feliz– y que aparece como legítima aspiración individual, desde el punto de vista gubernamental, de la mano de Thomas Jefferson, en la Declaración de Independencia americana. De todo esto y mucho más hablan tres de nuestros pensadores más sabios y divulgativos: Carlos García Gual, Javier Gomá y Fernando Savater, reunidos en un libro cuyo origen, cuentan los editores de Ariel, «se encuentra en la conferencia “Filosofía de la felicidad” que fueron invitados a dar en el marco de “La noche de los libros” organizada por la Comunidad de Madrid». A esa charla informal del trío, que configura la primera parte del volumen, titulada «Epicuro y tres más», se le ha añadido la transcripción de conversaciones individuales, y un compendio de citas de personalidades de la cultura y la política que versan sobre cómo ser feliz.
Una de ellas iría en la línea de Epicuro: «Los hombres olvidan siempre que la felicidad humana es una disposición de la mente y no una condición de las circunstancias», según Locke. Otra tendría el humor más guasón: «Hijo mío, la felicidad está hecha de pequeñas cosas: un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna...», como dijo Groucho Marx. Una mezclaría sagacidad intelectual y fondo coloquial: «Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una», en palabras de Voltaire. Y en otros casos el sentido común claro y bello se resumiría en unas pocas palabras, como en el caso de Gandhi: «La felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía».
Los placeres en calma
Así, Epicuro es el hilo conductor de este libro, erudito y ameno, para todo tipo de lectores, en el que cada autor reflexiona sobre el legado del filósofo ateniense desde diferentes ópticas. «Ningún otro pensador ha reflexionado con tanta intensidad y dedicación sobre este tema», afirma Savater, que advierte enseguida que la mirada epicúrea es lo contrario a almacenar bienes, aspirar al poder o alcanzar gloria: «La felicidad no es expansionista, se alcanza mediante un proceso de reducción, en ningún caso de ampliación. Nunca es la meta final de una serie inacabable de triunfos y consecuciones». Serían los deseos innecesarios, los prescindibles y no naturales y fundamentales para la vida, los que precipitarían la imaginación, esto es, desear más por mucho que se tenga. El «nunca es suficiente» en el que la sociedad actual está encaminada, explica Savater, sería «una cosa de locos» para Epicuro. Éste «opone un liberador: “¡Ya está!”. Este “ya está” es lo que de verdad le parece beneficioso y placentero. Ésa es la felicidad, la ausencia de apuros y molestias».
Y es que para Epicuro es la busca del placer la clave de la felicidad, pero con un matiz interesante: «Epicuro valora los placeres en reposo, valora el placer que viene después de la satisfacción del deseo. Mientras que nosotros, por el contrario, tenemos una concepción y una perspectiva activas del placer: lo placentero es la actividad con la que saciamos el deseo», aclara el autor vasco. O sea, el placer es sentir lo bien que se ha comido, no el comer; «el placer se desprende cuando la necesidad nos ha dejado de incordiar. Uno disfruta cuando se calma el acicate del hambre, cuando se pasa el sufrimiento de la sed, cuando resolvemos ese problema, cuando ya pasó, y podemos charlar o pensar tranquilamente». Un estado para el cual los filósofos helenos tenían un término concreto: «ataraxia», que en palabras de García Gual sería «el placer derivado de la ausencia de preocupaciones que constituye la cúspide de la felicidad». Epicuro y los amigos con los que compartía reflexiones y comida en el llamado Jardín, una suerte de academia que, al contrario que el resto de escuelas, aceptaba a mujeres y esclavos, estaban, eso sí, en un contexto de tiranía política por guerras y caudillos violentos que hacía que el aislamiento social fuera prioritario para alcanzar la tranquilidad de ánimo.
Una terapia, más que una filosofía
La actitud de Epicuro, vistas las circunstancias, siguiendo con García Gual, «es la de un hombre acosado que considera imprescindible, para embarcarse en la búsqueda de la felicidad, rechazar las ansias irracionales de protagonismo político y de poder. Y ofrece como alternativa un retiro seguro en el mundo interior». Algo casi impensable hoy día, cuando la política lo empapa todo. De ahí que Javier Gomá se atreva a criticar a Epicuro, al que no considera «un auténtico filósofo. Su doctrina sobre la felicidad no vale como filosofía. Vale como terapia, que es algo enteramente distinto»; terapia para uno mismo sin filosofía de vida en sociedad, por tanto. Y añade algo que va en sintonía con aceptar algo tan inherente al ser humano como la capacidad de desear: «Mi preferencia estaría no tanto en eliminar los deseos como en educarlos». De este modo, propone que miremos nuestra época con su correspondiente «ética de la dignidad y no una ética fundada en la felicidad». Pensamiento paralelo al de Savater, que se decantará por el concepto de alegría, más frecuente y voluntarioso, que por el de la peregrina y voluble felicidad.
«Si tuviese que dar una definición de felicidad –se aventura Gomá– sería ésta: feliz es quien no tiene deudas con la vida», y el sentido de la vida sería la busca de saber vivir cada etapa concreta –infancia, adolescencia, juventud, madurez, ancianidad–, pues la infelicidad sería «la sensación de que cada una de las etapas de la vida está incumpliendo sus promesas». Dicho de otro modo, lo ideal sería sentirse realizado como persona, como se suele decir, y eso pese a esas apetencias que los epicúreos trataban de rechazar y que al pensador le despiertan cierto reproche por su tono de moderación, por su trasfondo de resignación. «¿Qué hacemos entonces con el exceso, con el éxtasis, con la embriaguez, con el deseo? –dice–. ¿Dónde dejamos la ebriedad de vivir?». Una ebriedad que, a menudo, estalla sin ni siquiera sentir la mera posesión sino –y aquí entra la fértil imaginación– la idea de la expectativa, que a veces ya nos hace felices de por sí.