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Historia

El escándalo de Isabel II que obligó a intervenir al Papa Pío IX

Los documentos que acreditan el hecho fueron rescatados por el historiador de la Iglesia española Vicente Cárcel Ortí

Isabel II reinó en España de septiembre de 1833 a septiembre de 1868
Isabel II reinó en España de septiembre de 1833 a septiembre de 1868 .

La fecha: 1858

El cardenal Antonelli envió al nuncio Barili un despacho, acompañado de dos cartas personales de Pío IX para Isabel II y el rey consorte Francisco de Asís.

Lugar: Madrid

El escandaloso adulterio de la reina con el oficial de ingenieros valenciano Enrique Puigmoltó y Mayans, padre del futuro rey, adquirió proporciones inusitadas.

La anécdota

La insistencia del padre Claret, confesor de la reina, hizo que Isabel II expulsase finalmente a su favorito de la Corte.

Lejos de arreglarse, el escandaloso adulterio de la reina Isabel II con el oficial de ingenieros valenciano Enrique Puigmoltó y Mayans adquirió proporciones inusitadas, hasta el extremo de que obligó a intervenir al mismísimo Papa Pío IX. Al padre Vicente Cárcel Ortí, notable historiador de la Iglesia española contemporánea, debemos la exhumación de importantes documentos vaticanos. El 13 de marzo de 1858 el cardenal Antonelli hizo llegar así al nuncio Barili un despacho, acompañado de dos cartas personales de Pío IX para Isabel II y el rey consorte Francisco de Asís, cuya entrega confió el pontífice a la propia discreción de su representante en España.

El despacho reservado dice así: «No hace falta decirle –advertía el cardenal Antonelli al nuncio Barili– de cuáles molestos pensamientos está preocupado el ánimo del Santo Padre, calculando las desastrosas consecuencias que hace temer, ya referente a la religión, ya al orden público, ya a otros, incluso personales, un asunto tan grave y que ha adquirido tales proporciones, que le hacen objeto de perniciosos e inconvenientes comentarios. Ha creído, por consiguiente, el Santo Padre haber llegado el momento de usar con SS. MM. los paternales avisos y las solícitas insinuaciones que, respectivamente, se dirigen a ambas partes. Este es el objeto de las dos cartas autógrafas adjuntas, cuyo contenido ha querido Su Santidad que V. S. I. conozca enteramente, remitiéndole a tal fin copias exactas. En cuanto a poner tales cartas en manos de Sus Majestades, se deja enteramente al parecer de V. S. I., cuya perspicacia y prudencia sabrá bien determinar tanto la oportunidad de darles curso, como el modo de hacerlo en tiempos tan inciertos. Espero alguna noticia sobre el recibo de las supradichas cartas y el parecer de V. S. I. sobre su entrega».

Pero monseñor Barili no estimó oportuno entregar, de momento, las cartas del Papa a los reyes. La razón constituía en sí misma una esperanza: movida por los consejos de su confesor el padre Claret, la reina había experimentado una conversión interior que le hizo asistir a unos ejercicios espirituales, tras los cuales ordenó el traslado definitivo de su amante a Valencia.

Un curso espiritual

El propio nuncio Barili daba así cuenta de ello al cardenal Antonelli, el 12 de abril: «Eminencia reverendísima: No se me ha presentado ocasión para poder contestar con la necesaria precaución y con toda la amplitud correspondiente al despacho reservado de V. E. I. de 13 de marzo, que me trajo el señor Pablo de Marchesi del Búfalo. Pero no queriendo diferir más lo que hay de más esencial en el argumento de que allí se trata, diré que llegó cuando la Reina estaba terminando un curso de ejercicios espirituales, dirigidos por su confesor, y que el Martes Santo, previa la confesión, comulgó para cumplir el precepto de la Iglesia. Dudando de la oportunidad del momento para la comisión que se me había confiado, quise aconsejarme, recomendado el mayor secreto, con el confesor, quien me dijo tener ahora esperanzas de que las cosas no irían mal, y que, por consiguiente, era de parecer que ese aviso del Santo Padre, de momento no necesario, podía reservarse como recurso supremo para otra grave circunstancia, si desgraciadamente se repitiese. Me parece recto el consejo, sobre todo reflexionando que en la Reina produciría muy fuerte impresión el saber que Su Santidad estaba informado de ciertas cosas. De haber necesidad, no habría que atender a esto; pero no habiéndola, convenía no arriesgarse a alguna consecuencia desagradable. Mas si el Santo Padre, en su alta prudencia, me encarga que se dé curso (y puede indicármelo con esa frase por telégrafo, si es preciso) procuraré obedecer de la mejor manera».

¿Leyó Isabel II finalmente la carta de Pío IX? No se sabe con certeza. Pero he aquí, ahora, un extracto de esa misiva secreta. Conservada en el archivo de la Academia de la Historia, dice así: «El interés que tomo por todo aquello que afecta a su Augusta Persona, me ha aconsejado manifestarle lo que ha llegado a mis oídos en estos mismos días. Parece que una persona muy influyente en el presente estado de cosas en España, trata de introducir en la Corte a alguien cuya proximidad daría pretexto a los enemigos del trono y a los agitadores políticos para hablar contra V. M., buscando disminuya el respeto que se le debe. Por lo demás, cualquiera que sea la importancia que se deba dar a estos rumores, cierto es que en el actual estado de cosas todos debemos levantar los ojos al Cielo».

El padre Claret

¿Quién era el conspirador anónimo que intentaba, según el Papa Pío IX, introducir a Enrique Puigmoltó, padre del futuro rey Alfonso XII, en la Corte para desprestigiar a la reina? Con certeza, tampoco se sabe. De todas formas, la carta de Pío IX evidencia su gran interés por los asuntos de España, así como la cantidad de personas ávidas de influir en la moldeable Isabel II. La insistencia del padre Claret, acompañada de sus oraciones y penitencias, abrieron los ojos a Isabel II. La reina expulsó de la Corte a su favorito, sumida temporalmente en elevados designios. Previamente, el nuncio Barili había informado al cardenal Antonelli sobre el ultimátum del confesor a Isabel II para que zanjase el escándalo. La Reina se echó a llorar, suplicando a monseñor Claret que no la abandonase pero éste, tras largos discursos, repuso que ya no se fiaría más de palabras, sino de hechos.