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El estilo a lo grande de Piotr Anderszewski

El pianista polaco seleccionó y ordenó las piezas como un libro de instrucciones sobre cómo construir tensiones en el discurso pianístico
El pianista Piotr Anderszewski
El pianista Piotr Anderszewski © Fundación Scherzo
La Razón

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La ventaja de acudir a un recital de Piotr Anderszewski es saber que se va a encontrar algo complicado en el saturado mundo pianístio: un estilo. No es tanto el asunto de la voz propia. Casi todo Gould suena antes a Gould que al compositor de la pieza. El caso de Anderszewski es más sofisticado: su voz es mutable, lo que permanece es el estilo, la manera en la que personaliza el discurso, no según la época, sino de la arista de la composición que quiera sacar a relucir. Su Bach nunca será modélico por su respeto a la escritura original ni plenamente romántico. Pero es fascinante en su propia atmósfera y en la madurez de su concepto, algo que ya se percibe en su grabación de «El clave bien temperado».
Un ejemplo de ello fue la Partita n.º 6, BWV 830 que abría el concierto, donde fue alternando la importancia del primer término musical o del acompañamiento según su propia idea musical. La técnica está muy depurada, ataca con claridad y consigue mantener una misma pulsación con independencia de las manos, encontrando direccionalidad en espacios que no estaban pensados para ella. Hubo demostraciones de virtuosismo con sentido, como en la «Courante», planificación rítmica y gradaciones dinámicas de todo tipo ya desde la «Toccata». Con todo, lo mejor de su Bach está en la caracterización tímbrica de cada voz en cualquier pasaje fugado. Están siendo tiempos de reivindicación para Karól Szymanowski no sólo desde el piano sino también desde la complejidad de la práctica sinfónica. Sus Mazurkas op. 50 siguen hablando de un músico genial, con un sentido del ritmo privilegiado y la capacidad de matizar la agógica en medio compás.
El pianista polaco seleccionó algunas de las piezas (3, 7, 8, 5 y 4) y las ordenó casi como un libro de instrucciones sobre cómo construir tensiones en el discurso pianístico y cómo resolverlas de manera orgánica, como en la n.º 4 que daba por finalizada la primera parte. Excepcionales, de un raro lirismo, las Variaciones op. 27 de Webern, que dibujan a base de texturas una meticulosa construcción donde el silencio expresivo cobra una enorme importancia. Enlazó la última de ellas con la Sonata op. 110 de Beethoven, y sonó como si hubiera sido así toda la vida, como contraste de un discurso estilístico que deroga las fronteras con una facilidad pasmosa. El «Adagio» final con su posterior fuga presentaron una transición interesante entre lo poético de los primeros compases y la vitalidad de los finales. Enorme éxito, en resumen, ante un público que estaba lejos de llenar la Sala Sinfónica del Auditorio, y para el que el pianista polaco regaló cuatro propinas (Bartók, Bach por duplicado y Beethoven) con una «Sarabande» de la Partita n.º 1, BWV 825 tocada con un grado de intimidad conmovedor.